Lo que no se comunica no se comparte. Lo que no se comparte aleja. Lo que aleja crea distancias insalvables. Lo que distancia desune. Y lo que desune acaba por extinguir y disolver cualquier relación, hasta que cada uno de ellos se transforma en un extraño para el otro.
El silencio y la incomunicación son los mayores enemigos de las relaciones conyugales.
No deja de ser curioso que el 82% de las mujeres españolas casadas consideren la incomunicación conyugal como el más frecuente y primero de sus problemas de pareja.
El respeto y la admiración son también fundamentales como factores de resistencia de los conflictos de pareja. Para que emerja un conflicto entre los cónyuges forzosamente antes han tenido que dejar de admirarse.
Cuando se extingue la mutua admiración, la pérdida del respeto —al inicio sólo gestual y verbal— está cerca.
Esta inicial pérdida de respeto verbal se prolonga en ocasiones —basta con que estén más irritables o, por un momento, “pierdan los nervios”— en la pérdida de respeto físico o, dicho sin ningún eufemismo, en la violencia doméstica.
Es muy difícil que una pareja entre en crisis si la admiración y el respeto mutuo no sólo se conservan sino que, con el pasar de los años, se acrece.
Para tratar de resolver los problemas, lo primero que hay que hacer es identificarlos y, a continuación, afrontarlos.
Si las dificultades se silencian y “aparcan”, lo que era pequeño se agranda y lo que en un inicio apenas tenía importancia deviene en el detonante de la crisis.
La convivencia consiste en buena parte en aprender a resolver con éxito y conjuntamente los pequeños conflictos de cada día.
Las diferencias entre el hombre y la mujer son imborrables e inextinguibles. Por eso es de mal gusto insistir en ellas, a tiempo y a destiempo.
Los hechos diferenciales que singularizan a uno y a otro están ahí para una excelsa función: la de complementarse, crecer y enriquecerse recíprocamente.
El respeto por esas diferencias inmodificables constituye una excelente oportunidad para que ambos se conozcan mejor a ellos mismos.
El amor exige tiempo, atención y dedicación vigilante.
Quien no atiende no entiende. Quien marcha siempre con prisa no puede advertir la realidad del otro, por la sencilla razón de que atraviesa su ámbito espacial sin dejarse asombrar ni afectar por la presencia de su pareja.
Entre las personas que se quieren hay que disponer de la necesaria paciencia, por lo menos de la misma paciencia que precisa la crianza y buena educación de un niño pequeño.
Si se dan las condiciones anteriores, la ternura acaba por emerger e invadir la intimidad del otro y, entonces y sólo entonces, desaparecerán las quejas acerca de si le han dicho o no que le quieren, o si le admiran o no, porque la ternura es la demostración objetiva de ese querer, un grito silencioso más poderoso que cualquier decir, y que casi nunca pasa inadvertido a las personas.
Las relaciones sexuales son necesarias en la vida de la pareja. No son, desde luego, lo primero, pero sí una de las primeras condiciones que definen a la pareja o el matrimonio y que han de satisfacerse.
La sexualidad puede suponer —y supone, de hecho— un cierto esfuerzo, sobre todo si —como habría de ser en el matrimonio— cada uno de los cónyuges se olvida de sí y solo piensa en la plenitud de la satisfacción del otro.
Hasta en esto la donación recíproca está vigente y no debería ser omitida, renunciada y mucho menos frustrada.
No deja de ser frecuente que en la pareja se use a veces de la sexualidad bien para resolver otros conflictos, en que no se llegó a acuerdo alguno, o bien mediante la negación a ella para seguir revindicando, guerreando y extendiendo los problemas que asientan en otros ámbitos de la conyugalidad cuyo contenido es muy diferente.
Lo correcto es que cada problema se resuelva justamente en el ámbito en que se originó y al que obviamente pertenece, sin dar lugar a tomarse la revancha en otros ámbitos, que en modo alguno son afines a aquel y no pueden sustituirlo.
Que hombre y mujer sean “una sola carne»” no ha de tomarse como una unión tal que conlleva a la fusión entre ellos y a la confusión de sus personas.
El matrimonio, desde luego, les constituye en una sola carne, pero al mismo tiempo —he aquí el misterio— conserva en su integridad aspectos diferenciales de las genuinas personalidades de cada uno de ellos.
Como consecuencia, es preciso establecer cuál es el necesario ámbito de libertad que es más apropiado a cada uno de ellos y que el otro no puede, no debe forzar ni dejar de respetar.
En el escenario de la profesión, por ejemplo, esta es una exigencia ética que jamás debería ser conculcada.
Las diversas cualidades de cada uno de los cónyuges, su propia singularidad y la eficiencia que deriva de la división del trabajo exige este reparto de funciones entre ellos.
Lo lógico es que el más dotado para una determinada tarea o al que le cueste menos esfuerzo llevarla a cabo sea el que tenga que desempeñarla.
No se trata de “arrimar el hombro” a los menesteres menos agradables para cargar las espaldas del otro. Se trata tan solo de ser más eficaces, pero sin hundirse en el utilitarismo funcionalista.
Por eso es también conveniente que si uno de ellos advierte que al otro el desempeño de una función le supone mucho esfuerzo, se adelante y la haga o le ayude mientras la realiza.
La pareja no está constituida para restar, sino para sumar; está para multiplicar en lugar de dividir, para tener más en cuenta lo que les une que lo que les separa.
En cierto sentido, marido y mujer devienen en cofundadores, a partes iguales, de una sola y única empresa, en la que no puede precisarse qué es de cada uno de ellos, porque lo que es de uno es también del otro, porque todo es de los dos.
Aquí los dos son corresponsables, coexistentes y copartícipes de todo cuanto les acontezca a ambos.
El mismo tejido de la pareja está reñido con la incomprensión y el sentimiento de soledad. La pareja es compañía, ausencia de soledad, comunión.
No es infrecuente la presencia de parejas que posiblemente se quieren mucho entre ellos y son muy equilibradas, pero se percibe que les falta algo. Son marido y mujer y excelentes padre y madre, pero… ¡no son compañeros!, la vida de uno no ha sido compañía inseparable de la vida del otro.
En estos casos lo que falta es esa generosidad para abrir la intimidad —lo que más les suele costar— y ofrecerla y regalarla gustosamente al otro.
Cuando ambos devienen en compañeros —en buenos compañeros, se entiende—, el regalo de la intimidad se desborda y surge esa alegría vital, que no se puede ocultar en quienes se sienten cómplices y realmente lo son de sus propios afanes, ilusiones, deseos, expectativas, fantasías, decires, sentimientos, proyectos, pensamientos y recuerdos.
Por Aquilino Polaino-Lorente; fragmento del libro Divorcio, ¿cómo ayudamos a los hijos? publicado en marzo de 2015 por la editorial Stella Maris, transcripción en Internet de Aleteia.org
http://autoforma.org/2015/05/14/8-consejos-para-evitar-un-divorcio
14, mayo, 2015
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