-Monseñor Amato: Son tres. Ante todo se reafirman las características esenciales del matrimonio, que se fundamenta en la complementariedad de sexos. Se trata de una verdad natural, confirmada por la revelación, para que el hombre y la mujer realicen esa comunión de personas, a través de la cual participan de manera especial en la obra creadora de Dios, acogiendo y educando nuevas vidas. No existe fundamento alguno para asimilar o establecer analogías entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. El matrimonio es santo, mientras que las relaciones homosexuales están en contraste con la ley natural y son intrínsecamente desordenadas.
-Monseñor Amato: La Iglesia respeta a los hombres y a las mujeres con tendencias homosexuales y les invita a vivir según la ley del Señor, en castidad. Hay que recordar, sin embargo, que la inclinación homosexual en sí misma es objetivamente desordenada y que las prácticas homosexuales son pecados graves contra la castidad.
-Monseñor Amato: El segundo punto afecta a las actitudes que hay que asumir ante estas uniones homosexuales. Las autoridades civiles adoptan tres actitudes: o de tolerancia, o de reconocimiento legal, o de auténtica equiparación con el matrimonio propiamente dicho, incluso con la posibilidad de adopción. Frente a una política de tolerancia, el fiel católico está llamado a afirmar el carácter inmoral de este fenómeno, pidiendo que el Estado lo circunscriba en límites que no pongan en peligro el tejido de la sociedad y que no expongan a los jóvenes a una concepción errónea de la sexualidad y del matrimonio. Sin embargo, frente al reconocimiento legal o a la equiparación con el matrimonio heterosexual, existe el deber de oponerse de manera clara y motivada, reivindicando incluso el derecho a la objeción de conciencia.
-Monseñor Amato: Este es el tercer punto del documento, que ofrece las argumentaciones de orden racional, orden biológico y antropológico, orden social, y orden jurídico, que justifican el rechazo de los católicos.
La recta razón no puede justificar una ley que no es conforme a la ley moral natural: si lo hace, el Estado deja de cumplir el deber de defensa de una institución esencial para el bien común, el matrimonio.
Una cosa es la unión homosexual como fenómeno privado y otra cosa su reconocimiento legal, como modelo de vida social, que devaluaría la institución matrimonial y obscurecería la percepción de algunos valores morales fundamentales. En las uniones homosexuales faltan, además, las condiciones biológicas y antropológicas del matrimonio y de la familia.
En la hipótesis de la integración de niños en las uniones homosexuales, esta adopción resultaría violenta para los niños, pues les privaría de un ambiente adecuado para su pleno desarrollo humano. Desde el punto de vista social, cambiaría el concepto de matrimonio, con su tarea procreadora y educativa, y provocaría un grave daño al bien común, sobre todo si aumenta su incidencia en el tejido social. Jurídicamente hablando, por último, las parejas matrimoniales garantizan el orden de las generaciones y, por tanto, son de interés público eminente. No es así en el caso de las parejas homosexuales.
-Monseñor Amato: Si se encuentra ante un primer proyecto de ley favorable a este reconocimiento, el parlamentario católico tiene el deber moral de expresar clara y públicamente su desacuerdo, votando en contra. El voto favorable sería un acto gravemente inmoral.
Si se encuentra ante una ley que ya está en vigor, tiene que dar a conocer su oposición. Si no fuera posible abrogar la ley, podría movilizarse y apoyar propuestas orientadas a limitar los daños de una ley así y a disminuir los efectos negativos a nivel de la cultura y de la moralidad pública, a condición de que quede clara a todos su oposición a leyes de este tipo y evite el peligro del escándalo.
Se trata de un principio expresado en la encíclica «Evangelium vitae» (1995). Las grandes culturas del mundo han dado siempre un gran reconocimiento institucional no tanto a la amistad entre personas, cuanto al matrimonio y a la familia, como condición de vida estable favorable al bien común: la procreación, la supervivencia de la sociedad, la educación, y la socialización de los hijos.
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