Retirar el tubo de alimentación a una persona que esté en la situación de Terry Schiavo

 

No me faltan razones para oponerme a que se deje morir a una persona en una situación así. Tolerar esas muertes contradice, a mi modo de ver, las leyes de la humanidad, vulnera la ética de la medicina: leyes y ética que, como ser humano y como médico, me he comprometido a guardar.

Lo que todo médico ha asumido

La Asociación Médica Mundial pide a los médicos que, al entrar en la profesión, proclamen, en público y por su propio honor, la Declaración de Ginebra, un sucedáneo moderno, laico y universalista, del Juramento hipocrático. Entre otras cosas, el médico promete entonces no emplear nunca, incluso bajo amenaza, sus conocimientos en contra de las leyes humanitarias. Es decir, el médico se compromete a no usar la medicina de un modo deshumano, a no torturar, ni participar en la ejecución de la pena capital, ni a ser cómplice de tratos inhumanos. Para preservar la integridad de la medicina, no puede el médico, por amor, compasión o dinero, maltratar a sus pacientes.

Inaceptable desde todo punto de vista

Tengo, para mí, que dejar morir a alguien como Terri va frontalmente en contra de esa promesa. Porque alimentar y administrar líquidos a una persona en estado de consciencia mínima es un deber de humanidad. No es una intervención técnica: no requiere conectar al paciente a una máquina. Basta para tal fin una sonda nasogástrica que, a pesar de su nombre rimbombante, pertenece al género "casero" del biberón o de la lavativa. Cuidar de una persona en ese estado nada tiene de obstinación terapéutica: todo se reduce a darle de comer y beber, a tenerla limpia, a prestarle los cuidados que se dan a los bebés o a cualquier ser humano impedido. La incapacidad en Terri y casos así es permanente, y eso puede cansar a los cuidadores, que pueden desear que la cosa termine de una vez. Pero ese cansancio tiene otras soluciones, solidarias y sociales, infinitamente más humanas que dejar morir a una persona de inanición y sed.

Retirar la sonda que alimenta a una persona como Terri no es conforme con la ética de la medicina. Ni siquiera puede llamarse eutanasia a dejarles morir. Ni en Holanda ni en Bélgica podrían legalmente ser sometidas a una eutanasia, pues no cumplen ninguno de los requisitos básicos allí exigidos: a causa de su estado, esas personas no sufren dolores ni angustia, ni los sufrirán si siguen viviendo; no están en situación terminal; no pueden pedir libre y conscientemente la eutanasia; hay, además, una alternativa obvia a la eutanasia: cuidar de ellas.

Un problema al desnudo

Intuyo que, en casos como este, el sufrimiento que se quiere suprimir no es el del paciente, sino el de otros: en el caso de Terri, el de su marido Michael. Y eso me parece alarmante; más aún, trágico, porque no faltan personas que desean intensamente seguir cuidando de Terri. Parece que mediante una interpretación, rígida y paradójica, del derecho, se priva a personas que de verdad quieren a Terri de la posibilidad de cuidar de ella, y la ponen en manos de quien, por todos los indicios, no la quiere o la quiere muerta. No sabemos si Michael actúa movido de compasión hacia su mujer o de lástima hacia sí mismo. Pero es inevitable pensar que la solución dada por la judicatura es inhumana.

Que para librarse de una carga, se le conceda a una persona el poder estremecedor de decidir sobre la vida de otra es regresivo, como volver a la prehistoria ética. Nuestra Constitución nos reconoce el derecho fundamental e inalienable a la vida, y ha derogado sin marcha atrás posible la pena de muerte. Eso nos da una tranquilidad inmensa. Por eso, deseo y espero que nunca sea aquí posible lo que ha pasado en Estados Unidos: que, en virtud de extraños principios y precedentes, los jueces puedan tanto decretar la muerte de criminales, como autorizar que se ponga fin a la vida personas inocentes.

Gonzalo Herranz
Departamento de Humanidades Biomédicas
Universidad de Navarra
El Mundo (Madrid)


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