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Sobre la oración
Año Santo de la Misericordia
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Muchas veces Jesucristo, entre los muchos acontecimientos que llenaban su vida pública (predicación, curaciones, enseñanza a los apóstoles, viajes) “se retiraba a lugares solitarios donde oraba”.
Todos hemos sido hechos hijos de Dios y debemos comportarnos con una gran familiaridad con Él. Esto es lo propio de una vida cristiana que se desarrolle coherentemente. Y ese trato cordial y confiado se logra mediante la oración.
También nosotros debemos dedicar un tiempo a orar si queremos vivir a imitación de Cristo. La oración es lo que da madurez a la vida cristiana:* es el lugar donde se encienden los deseos de Dios
Las cosas del espíritu no se ven, pero no son menos reales que las del cuerpo: una oración floja, inconstante, lleva a una raquítica vida espiritual. Alguien que quiera tratar en serio a Dios ha de orar con regularidad
Sin oración, no se pueden llevar adelante las cosas de Dios. «La oración es el cimiento de la vida espiritual».
Decía Santa Teresa que «quien no hace oración no necesita demonio que le tiente»; no es posible dar un paso en la vida espiritual si no se fundamenta en la oración. Necesitamos la oración como una costumbre estable en nuestra vida.
Y hay que procurar ser fieles a esa decisión de dedicar un tiempo al día a hacer oración, sin permitirnos fáciles excusas. A medida que vayamos haciendo oración, nos daremos cuenta de que es, efectivamente, una necesidad. Así lo han sentido siempre quienes han sabido amar a Dios.
La oración no es otra cosa que el intento de conversar con Dios de las cosas de nuestra vida; y el intento de conocer mejor las cosas de la vida de Dios.
«Me has escrito: ‘orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué? ¿De qué?’. De Él, de ti, alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias... ¡Flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ‘Tratarse’» (San Josemaría)
La oración mental necesita un cierto ambiente. Nos ayudará, primero, el estar en un lugar tranquilo, donde no nos interrumpan ni nos molesten. Si es posible, mejor una iglesia u oratorio donde esté el Señor.
Necesitamos soledad y silencio. Pero más importante todavía que el silencio externo, es el silencio interior. «Es exigencia de la mente una cierta quietud –comenta San Agustín–. Dios se deja ver en la soledad interior». Ese silencio interior se logra no haciendo caso, no prestando atención, paralizando nuestro mundo interior. Es una experiencia preciosa, porque, además, llena el espíritu de serenidad.
La oración es, efectivamente, un diálogo. Ordinariamente, se trata de un caer en la cuenta. Se empieza a ver con más claridad lo que Dios nos pide. Entonces, la oración es el gran motor que dirige nuestra vida. Caemos en la cuenta, cada vez más, de qué poca cosa somos, y aprendemos a valorar y a amar las maravillas de Dios
Cuando se empieza a hacer oración puede costar saber de qué hablar. Pero se trata de contar sencillamente lo que tenemos en el alma. La oración nuestra tiene que ser natural y sencilla.
Al principio, sentiremos la necesidad de pedir por nosotros y nuestras cosas. Poco a poco, veremos más claramente que hay que pedir perdón por tantas cosas que hacemos mal; le daremos gracias por los dones que recibimos y le alabaremos.
Nos servirá mucho el elegir un libro que centre nuestra oración sobre algún tema: podemos utilizar la Biblia, las oraciones de la liturgia de la Iglesia, la vida de los santos, libros de oración, etc.
Leemos un poco y cuando algo nos llama la atención, nos paramos a considerarlo. La oración va dando enseguida su fruto: aprendemos a conocernos mejor y empezamos a conocer mejor al Señor.
Cuando ya se ha avanzado algo en la lucha ascética, se siente la necesidad de penetrar más en los misterios divinos: el misterio de la Trinidad, de la Redención, la vida de la Gracia, etc.; se adquiere también familiaridad con quienes están cercanos a Dios; especialmente, la Virgen Santísima, San José, los Santos Ángeles
Este progreso en la oración no es algo siempre lineal y ascendente. Unos días pueden ser quizá mejores que otros.
Con frecuencia nos encontraremos secos, sin saber qué decir, sin demasiadas ganas de empezar ni de esforzarnos en la meditación. En esos casos, nos podemos auxiliar de oraciones vocales (el Ave María, el Padre Nuestro, himnos o salmos, jaculatorias, etc.), repitiéndolas o meditándolas; quizá nos ayude también algún libro sencillo que nos gusta especialmente (la vida de un santo, libros de oraciones). Es el momento de dirigir a Dios palabras llenas de cariño, de mover nuestro amor hacia Él.
«La contemplación es una cumbre –escribe San Juan de la Cruz–, en la cual Dios se comienza a manifestar al alma. Pero no acaba de manifestarse, sólo asoma». La oración es, en todo caso, el camino por donde hay que subir a la plena identificación con Cristo
Como sucede en el amor humano, el trato continuado lleva a que la conversación se simplifique. Cuenta el santo Cura de Ars, que un día preguntó a un buen aldeano cómo era su oración, y éste le respondió: «me fijo en Nuestro Señor que está en el Sagrario, y él se fija en mí». Esta es la oración de quietud que es el principio de la contemplación.
No pensemos, sin embargo, que a esa cumbre se llega enseguida. Hay que esforzarse pacientemente, lleva su tiempo, y no siempre Dios lo quiere dar; a veces lo reserva para el cielo, donde gozaremos plenamente de Él.
Fuente: J.L. Lorda, Para ser cristiano.
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