Los dones de la naturaleza y de gracia que hay en nosotros, solamente merecen ser agradecidos a Dios.
«Nadie confíe en sí mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si hablamos con rectitud y prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios, y si sufrimos los males con fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo» (San Agustín, Sermón 276).