El vicio al que me refiero es el orgullo o la vanidad, y la virtud que
se le opone es, en la moral cristiana, la humildad.
Según los maestros cristianos, el vicio esencial, el mal más terrible,
es el orgullo.
La falta de castidad, la ira, la codicia, la ebriedad y cosas tales son
meros pecadillos en comparación.
Fue a través del orgullo como el demonio se convirtió en demonio.
El orgullo conduce a todos los demás vicios: es el estado mental completamente
anti-Dios.
Si queréis averiguar lo orgullosos que sois lo más fácil es preguntaros:
¿Hasta qué punto me disgusta que otros me desprecien, o se nieguen a fijarse
en mí, o se entrometan en mi vida, o me traten con paternalismo, o se den
aires?
El hecho es que el orgullo de cada persona está en competencia con el
orgullo de todos los demás.
El orgullo no deriva de ningún placer de poseer algo, sino sólo de poseer
algo más de eso que el vecino.
Decimos que la gente está orgullosa de ser rica, o inteligente, o guapa,
pero no es así.
Están orgullosos de ser más ricos, más inteligentes o más guapos que
los demás.
Si todos los demás se hicieran igualmente ricos, o inteligentes o guapos,
no habría nada de lo que estar orgulloso.
Es la comparación lo que nos vuelve orgullosos: el placer de estar por
encima de los demás.
Una vez que el elemento de competición ha desaparecido, el orgullo desaparece.
Por eso digo que el orgullo es esencialmente competitivo de un modo en
que los demás vicios no lo son.