Agnóstico y deprimido, dos dogmas católicos le rescataron

La confesión: la vía para recuperar la gracia de Dios, y una experiencia también humanamente liberadora.

Michael J. Lichens confiesa que todo converso se ve forzado con frecuencia a responder a una pregunta: "¿Por qué te hiciste católico?". Y a él cada año que pasa le da más pereza hacerlo, porque "las razones que uno puede tener para la conversión son numerosas y pueden ir desde algo tan sencillo como estar casado con un católico a algo tan radical como un cambio total del corazón tras un acontecimiento determinado". O, como a él le gustaría responder cuando se cansa de responder: "Bien, ¿y por qué no puedo yo ser uno de ellos?".

Lichens tiene también una historia que contar, por supuesto, y la resume en un artículo reciente publicado en Catholic Exchange, el periódico que dirige además de editar el blog St Austin Review, donde escribe habitualmente, entre otros, Joseph Pearce.

Chesterton, Newman y dos razones

Como la mayor parte de los conversos anglosajones, en su cambio intelectual tuvo mucho que ver la lectura de dos potentes autores: el Beato John Henry Newman y el gran Gilbert Keith Chesterton, donde podrían encontrarse, dice, los argumentos que le llevaron a la Iglesia mejor que si los escribe él mismo.

Pero resume en dos las razones por las que se hizo católico. Una, como Chesterton: "Para liberarme de mis pecados". La otra, "una verdad mucho más complicada: la Encarnación".

Agnosticismo y depresión

Lichens explica que fue educado como evangélico en el seno de una familia muy coprometida en una "megaiglesia", pero que, llegado un momento de su vida, se veía a sí mismo como agnóstico. No tenía malos recuerdos del templo al que acudió en su infancia y adolescencia: "La predicación era buena, llena de citas bíblicas que hoy ya no se usan. Diría que, en líneas generales, fue una experiencia positiva".

Con un ´pero´, que sirve a Michael para introducir una característica suya: "Yo padecía, y padezco aún, un trastorno depresivo profundo, esto es, una depresión clínica, lo que me producía un humor terrible y un continuo empastillamiento. Y -lo diré sin rodeos- la mayor parte de las comunidades religiosas en Estados Unidos no saben cómo lidiar con eso. No es culpa suya y lo hacían con la mejor de sus intenciones, pero la mayor parte de los pastores y líderes espirituales me decían que rezase contra ello o, simplemente, que me propusiese ser feliz. Durante la mayor parte de mi vida, lo consideré un fracaso personal que me impedía ser feliz y me condujo al resentimiento y a apartarme de la fe".

Un Viernes Santo, adorando la Cruz

La semilla de esa fe, sin embargo, la conservaba a pesar de su agnosticismo, alimentada por la lectura del citado Chesterton y de Santo Tomás de Aquino. Así que hubo un momento en el que decidió intentarlo de nuevo. Y tuvo la idea (feliz idea, por lo que sucedería entonces) de ir a misa a la parroquia de Santo Tomás de Aquino en Boulder (Colorado, Estados Unidos) -"la primera a la que iba desde el funeral de mi abuela"- y luego a los oficios de un Viernes Santo.

"Me sentía desubicado, e incómodo de que todo el mundo salvo yo supiese cuándo sentarse, estar de pie o arrodillarse. Pero algo me era familiar, como volver al hogar de la infancia. Y fue también la primera vez que conocí los sentimientos de culpa y de vergüenza, pero no en la forma caricaturesca con la que se los retrata hoy día", explica: "Y fue en aquel momento en el que la Cruz fue adorada cuando descubrí lo que yo había sido, cuando descubrí que Dios sabía lo que yo había sido, cuando descubrí que yo sabía que Él lo sabía. Me sentí como alguien que ha ofendido a un buen amigo y quiere arreglarlo".

En el confesionario

Y aquí entró en juego la confesión. En cuanto dio sus primeros pasos como catecúmeno -pues tras ese momento del Viernes Santo decidió iniciar su formación en la parroquia para convertirse en miembro de la Iglesia-, supo que tenía que confesarse. Era uno más de los "obstáculos" que tenía que superar, "desde la idea de la Eucaristía a mi relación sentimental con una atea, pasando por mi exceso de vanidad".

Fue ahí donde intervino un padre dominico, Fray Reginald Martin, un hombre alegre y jovial ante quien debía confesar sus pecados. Lichens reconoce su "ansiedad" ante esa primera comparecencia ante el sacramento de la Penitencia y la reconciliación, quien le pidió que anotase todos los que hubiese cometido desde que fue bautizado, a los 11 años, con objeto de facilitar el examen de conciencia.

A Michael le costó tener que confeccionar la lista, pero hoy reconoce que fue un acierto: "Cuando el padre dijo las palabras de la absolución y trazó ante mí la señal de la cruz, le di la mano, le mostré mi gratitud y volví a mi coche. El sentimiento de alivio era impresionante, me sentía casi eufórico. Aunque no seas católico, imagina lo que es disculparte con una persona y saber no sólo que te ha perdonado, sino que te da la seguridad de que todo está arreglado... y así podrás comprender ese sentimiento de alivio".

...Y habitó entre nosotros

Pero además de ese feliz contacto con el sacramento de la confesión, Lichens recuerda el impacto que le produjo la idea de la Encarnación ("del latín incarno", recuerda, "hecho carne"): "Esta idea era nueva para mí, aunque había oído hablar de ella. La idea de que Dios había nacido de una virgen, se había hecho hombre, y seguía siendo plenamente Dios al tiempo que plenamente humano no era precisamente atractiva para mí, era incluso escandalosa cuando me paraba a pensar en ella".

Pero -¿quién si no?- Chesterton vino en su ayuda en un comentario suyo a esta paradoja sobre el Niño Dios: "Toda nuestra fe, y la literatura en torno a nuestra fe, se basa en la paradoja, casi diríamos en la broma, de que las manos de quien había creado el sol y las estrellas fuesen tan pequeñas que no alcanzaban a acariciar a las bestias que daban calor a su pesebre".

De golpe, esta idea "escandalosa" para Michael se convirtió en su puerto seguro: "Sean cuales sean los periodos oscuros de mi mente, sea cual sea el combate al que me enfrente, esto siempre me ha devuelto a los fundamentos. Esto fue lo que me hizo querer ser católico y lo que me mantiene en la Iglesia: saber que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros, que su amor es tan poderoso que asumió nuestra naturaleza para redimirnos".

"Mi depresión está lejos de estar curada", admite Lichens, pero ahora posee algo de lo que antes de su conversión carecía: "La Iglesia me ofrece la posibilidad de ser santo a pesar de mi propensión a la autodestrucción y a la duda".

religionenlibertad.com (15 diciembre 2013)


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