El hombre que mantuvo la fe en el infierno

Scheipers es el último sacerdote católico superviviente de los campos de exterminio Se le ofreció la posibilidad de librarse si renunciaba a su sacerdocio.

Nacido en 1913, ha vivido bajo dos dictaduras, la del III Reich y la de la RDA, y fue testigo de la mayor barbarie que vio el siglo XX, la de los campos de concentración nazis. Es Hermann Scheipers, el último sacerdote católico alemán que sigue con vida de los aprisionados por Hitler, un privilegio que afirma que sólo puede agradecer a su fe y que ahora difunde, como durante una conferencia ofrecida en Granada.

En su caso, el infierno duró cuatro años, de 1941 a 1945, en el campo de concentración de Dachau, cerca de Munich. Pasó antes seis meses en la cárcel, acusado de colaborar con otros 'enemigos del Estado', los polacos católicos, "raza inferior" condenada a trabajos forzados, con los que ejercía sus labores de sacerdote, según ha explicado.

En el campo de concentración "no podían verse las cosas en términos de buenos y malos. Volvía a los prisioneros unos contra otros"

El anciano sacerdote tiene claro que, si estuvo en los campos de concentración, fue "por mantener mi fe". Como él, alrededor de otros 3.000 religiosos católicos pasaron por los campos nazis, catalogados como 'enemigos del Estado', la misma categoría que sindicalistas, socialistas o comunistas, fueron encerrados, torturados y asesinados durante el régimen hitleriano.

Antes de su traslado al campo, se le ofreció la posibilidad de librarse si renunciaba a su sacerdocio. Un oficial de las SS llegó a insultarle acerca de "las tonterías del celibato", a lo que él respondió que Hitler tampoco estaba casado. "En ese momento supe que iría al campo", relata. Lo peor era vivir "con la sensación de que podías morir en cualquier momento. Allí la vida no valía nada".

Scheipers vivió en perspectiva los primeros años del Gobierno del Hitler como "un gran engaño". Recuerda las Olimpiadas de Berlín en 1936, cuando "toda la propaganda antijudía desapareció, se escondieron los carteles, dejaron de emitirse los mensajes por radio". La diplomacia con la Iglesia Católica y el buen trato público a los obispos "formaban parte de la misma estrategia, ocultar los intereses racistas de los nazis a las grandes potencias internacionales".

Scheipers ve en perspectiva los primeros años del Gobierno del Hitler como "un gran engaño".

En 1937, el año de su ordenación, las iglesias católicas de toda Alemania leyeron 'Mit brennender sorge' ('Con ardiente preocupación'), la polémica encíclica en alemán de Pío XI, considerada por algunos como la primera condena internacional al régimen de Hitler y por otros como demasiado moderada. Para el padre Scheipers, algo "necesario" pero que provocó que, "sin perder el respeto formal", comenzase la "persecución silenciosa" de los sacerdotes católicos, sobre todo de los más modestos, como él, la infantería.

En el campo de concentración "no podían verse las cosas en términos de buenos y malos. Era un sistema perverso que volvía a los prisioneros unos contra otros". Los 'capos' de cada barrancón "eran prácticamente obligados a pegar palizas a los otros presos, y aunque muchos dejaban de pegar cuando no los veía ningún oficial, también los había que disfrutaban con ello".

El padre Scheipers también quiso explicar el "robo" del concepto de 'Heil', palabra secuestrada por el saludo hitleriano cuyas connotaciones en alemán anteriores al nazismo la situaban más cerca del 'salve' del castellano o el 'ave' del latín. 'Heil' proviene de la misma raíz que el verbo salvar y es una de las palabras que más se repite en la Biblia. Sin embargo, "el nazismo la pervirtió, huyendo de Dios y buscando la inhumanidad".

”Sabíamos que, más pronto o más tarde, nos esperaba la cámara de gas. Cuando me llegó el turno, tuve una de las experiencias de solidaridad más profundas de mi vida. Otro sacerdote, muy enfermo, me paró en mi camino para ofrecerme el pedazo de pan de ese día. Quise rechazarlo: a él le hacía falta, y yo moriría poco después. Él insistió, diciendo que los apóstoles descubrieron al Señor al partir el pan. Lo acepté, profundamente conmovido. Mi ejecución fue cancelada milagrosamente; él murió. Cada vez que celebro la Eucaristía veo ese pan”.

¿Conoció en Dachau al nuevo Beato, Georg Häfner?

- Häfner llegó después que yo al campo. Cuando yo llegué, aún no existía el barracón de ingreso. Pero él tuvo que pasar por las torturas y vejaciones a las que sometían allí a los presos nuevos. Después lo enviaron donde yo estaba, pero nuestra relación no pasaba de ser casual. Sí recuerdo la noche de su muerte: Georg estaba sentado, llorando de dolor. Estaba desnutrido y tenía un tumor abierto, o un furúnculo o algo similar. Le causaba un sufrimiento terrible. La única manera de ingresar en la enfermería hubiera sido avisar durante el control de presencia. No lo hizo por miedo. Muchas veces maltrataban a los que lo pedían. Pero, sobre todo, sabía que a los casos de difícil curación les aplicaban directamente la eutanasia. Intentamos presionar al capo de la barraca para que lo llevara a la enfermería. Él también tenía miedo; podía perder la confianza de las SS, y sus privilegios. Al final, no conseguimos que llamara a un enfermero. Murió en algún momento de la noche.

- ¿Por qué le enviaron a usted al campo de concentración de Dachau?

- Cuando me ordené sacerdote, en 1937, pedí que me enviaran donde más necesitaran a un sacerdote. Me enviaron a un lugar de Sajonia en el que apenas había católicos, dispersos en una zona enorme, por lo que el obispo puso un coche a mi disposición. A partir de ese año, después de que se publicara la encíclica de Pio XI Mit brennender Sorge, sobre el nazismo, los nazis pasaron a la persecución abierta de los católicos. Me confiscaron el coche. Querían que apoyara públicamente a Hitler para devolvérmelo, y no lo hice. Tras la tercera protesta, me detuvieron. En todo momento, mantuve una profunda confianza en Dios. Él era responsable de mi vida; no yo. Eso me daba un gran sosiego, incluso en los momentos más difíciles. Sin fe, mi vida hubiera estado llena de amargura y resentimiento. Pero yo no siento más que agradecimiento.

- ¿Con qué se encontró en el campo?

- Con lo peor y lo mejor de lo que el hombre es capaz. Otro sacerdote dijo que, allí, te convertías o en criminal, o en santo. Los nazis enfrentaban a unos presos contra otros, con un sistema de capos. Muchos de los capos comunistas ejercían su labor con gran violencia contra los católicos. Yo vi cómo uno asesinó a un sacerdote enfermo por puro odio ideológico. Pero también había capos buenos.

Sabíamos que, más pronto o más tarde, nos esperaba la cámara de gas. Cuando me llegó el turno, tuve una de las experiencias de solidaridad más profundas de mi vida. Otro sacerdote, muy enfermo, me paró en mi camino para ofrecerme el pedazo de pan de ese día. Quise rechazarlo: a él le hacía falta, y yo moriría poco después. Él insistió, diciendo que los apóstoles descubrieron al Señor al partir el pan. Lo acepté, profundamente conmovido. Mi ejecución fue cancelada milagrosamente; él murió. Cada vez que celebro la Eucaristía veo ese pan.

Poco antes de terminar la guerra, los nazis ordenaron desalojar el campo, y se organizaron las marchas de la muerte. Yo conseguí escapar de la última. Había un pabellón de moribundos con enfermedades altamente contagiosas. No quedaba tiempo para deshacerse de ellos, y ordenaron a sus capos quedarse para cuidarlos. Eran comunistas, y se negaron. Las SS pidieron voluntarios, y sólo los católicos estuvieron dispuestos a sacrificar sus propias vidas para no abandonar a los moribundos. Fue esa entrega a Cristo por encima de cualquier poder terrenal y hasta de la propia muerte lo que Hitler y Stalin no podían tolerar.

- ¿Por qué persiguieron a la Iglesia?

- Hitler, igual que Stalin, era una persona obsesionada con imponer la salvación al mundo con él a la cabeza, sustituyendo al Dios cristiano. No toleraban una Iglesia que obstaculizara su propio plan. La Iglesia había advertido desde el principio, mucho antes que otros Estados, que Hitler perseguía un proyecto totalitario. Pero tenía el deber de defender la libertad de culto, por lo que firmó un concordato con los nazis. Los demás países también siguieron tratando a Alemania con normalidad. Los que acusan a la Iglesia de colaboración lo hacen para ocultar sus propios desatinos en aquella época.

- Una vez libre, ¿por qué pasó directamente a la Alemania comunista?

- Siempre quise ser sacerdote donde más falta hiciera. Después de la guerra, sin duda, era la Alemania ocupada por la URSS. Mis familiares pusieron el grito en el cielo, pero yo sabía perfectamente dónde me llamaba Dios. En la Alemania comunista fui espiado, amenazado, y nuestros medios eran tan precarios que recuerdo una Misa en la que se congeló el vino.

- ¿Qué conclusiones saca de su experiencia bajo dos totalitarismos?

- Nos perseguían porque no aceptábamos la supremacía de ningún hombre, ni de Hitler, ni de Stalin, ni la dictadura del proletariado, por encima de Cristo. Tras la caída del Muro, llegó el capitalismo. Este totalitarismo vació las iglesias sin amenazar con la cárcel. Hay libertad de religión, pero sus medios de comunicación se encargan de que se vea mal su ejercicio. Los cristianos seguimos siendo un estorbo para la pretensión de los poderosos de dominar todos los aspectos de la vida en su propio beneficio. Pretenden devaluar al ser humano; y para eso, estimulan el individualismo y el relativismo. Como dice el Papa, cuando la vida humana deja de ser sagrada, todo es posible. Poco a poco, el poder se va haciendo nuevamente señor de la vida y la muerte -eutanasia, aborto, hambre...- Nuestra sociedad es cada vez más inhumana.

elmundo.es y www.caminocatolico.org 17/05/2011


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