Hice un viaje para complacer a mi madre

 

Hace ya casi tres años tomé la decisión de unirme a la Iglesia Ortodoxa. Tras haber sido protestante durante los ocho años anteriores, aquel paso de fe no estaba exento de dificultades. Una de ellas era precisamente el papel que se le daba a María en la teología y religiosidad ortodoxa. Un papel que poco tiene que envidiar al que tiene en la Iglesia Católica. Fue precisamente entonces cuando descubrimos que mi madre tenía un cáncer de hígado que estaba entrando en la fase terminal.

Decidí no comunicarle la gravedad de su estado a menos que ella me lo preguntara directamente. Yo ya le había compartido mi intención de abandonar el protestantismo para hacerme ortodoxo, lo cual le produjo una alegría poco disimulada aunque mitigada por el hecho de que no regresaba a la Iglesia Católica. Su concepto de la Iglesia Ortodoxa era el mismo que tienen muchos católicos y protestantes: es como la Iglesia Católica pero sin Papa.

El caso es que ella había sido una habitual peregrina al santuario de Lourdes desde la muerte de mi padre hace 17 años. Su intención era acudir ese mismo año con el grupo de Guadalajara pero a última hora no pudo asistir porque tenía que hacerse unas pruebas médicas. Entonces ella dijo que asistiría en el mes de septiembre con la gente de Madrid. Yo sabía que lo más probable era que no viviera para ver cumplido su deseo. Entonces, sin meditarlo mucho, se me ocurrió ofrecerme para llevarla en coche a Lourdes, en un viaje de un fin de semana largo. Se le iluminaron los ojos y aceptó.

Antes de seguir, conviene que aclare una cosa. Desde que me convertí en evangélico yo había tenido auténticas discusiones con mi madre acerca de muchas doctrinas católicas y muy especialmente las relacionadas con la Virgen María. En más de una ocasión le dije que creía que las apariciones de Lourdes eran auténticas pero satánicas, lo cual provocó el que mi madre estuviera a punto de cortar toda relación conmigo. Por tanto, os podéis hacer idea de lo que para ella supuso el que yo la ofreciera llevarla en coche a Lourdes. Ahora bien, una vez que yo reflexioné sobre lo que le había ofrecido, me entró un temor no pequeño. Me dije: "Luis, ¿no estás yendo demasiado deprisa?" "¿no crees que debes madurar un poco como católico ortodoxo antes de embarcarte en la aventura de visitar un santuario mariano aunque sea con la intención de satisfacer a la madre que se te está muriendo?"

Lourdes iba a ser la prueba de fuego de mi conversión al catolicismo a pesar de que, curiosamente, la Iglesia Ortodoxa no acepta como dogma la Inmaculada Concepción de María -aunque la llaman Inmaculada-. Siendo Lourdes el santuario de la Inmaculada Concepción, mi situación no dejaba de ser una especie de ironía del destino.

Durante todo el trayecto hasta Francia fui orando a Dios para que, fuera en la dirección que fuera, Él me mostrara el camino a seguir durante mi estancia en Lourdes y, sobre todo, después. Salimos tempranito de Madrid y tras comer en la frontera con Francia, nos dirigimos hacia Lourdes. Llegamos a primera hora de la tarde y nuestra primera preocupación fue encontrar lugar donde alojarnos, no porque no hubiera hoteles sino porque había tal cantidad de ellos que no sabíamos bien cuál podría ser el más apropiado para nosotros. No en vano mi madre se trasladaba en muletas o en silla de ruedas y por tanto el hotel tenía que estar preparado para minusválidos. Una vez que nos instalamos los tres - mi madrina nos había acompañado- decidimos dar un paseo por la zona comercial del pueblo. Una vez que cenamos, a una hora mucho más temprana de lo habitual en España, nos retiramos a descansar.

A la mañana siguiente, nos acercamos al santuario. Una de las cosas más increíbles era el ver la cantidad de nacionalidades que estaban allá presentes. Franceses, españoles, mejicanos, argentinos, polacos, italianos, chilenos, colombianos, irlandeses, alemanes, norteamericanos, etc, etc.... aquello parecía la ONU. Ahora bien, nada más bajar la rampa que da acceso a la explanada principal, uno entra en otro mundo. Las tiendas, los regalos, el comercio, todo eso se queda fuera. Dentro está la enorme basílica y, sobre todo, la gruta. Puedo asegurar que yo sentía auténtico miedo de acercarme a la gruta. Temía encontrarme con algo que me hiciera salir corriendo de allá o quedarme por respeto a mi madre pero con el corazón y el alma puestos en otra parte.

Sin embargo encontré una paz como pocas veces en toda mi vida he llegado a experimentar. Me impresionó el silencio y la sacralidad de aquel lugar. Tuve la sensación clara y nítida de que me encontraba en un lugar santo. Es difícil expresar con palabras todo lo que sentí y viví en esos momentos. Mi mente racional, llena todavía de los argumentos que yo había usado meses atrás para atacar la veneración de María, empezó entonces a buscar justificaciones del tipo "no te fíes de tus sensaciones", "esto puede ser pasajero", "ya sabes que engañoso es el corazón así que no confíes en lo que él te dice ahora", etc, etc. Pero no, no había manera de enterrar aquello que había resucitado en mí al entrar en aquel lugar santo.

El resto del día estuvo marcado por mi silencio ante todo lo que mi alma estaba redescubriendo. Y también por la constatación de la inmensa labor que hacen los voluntarios al ayudar a los enfermos. Era curioso. El lugar estaba lleno de personas enfermas, muchas de ellas inválidas, pero allá se respiraba esperanza y vida y no falsa religiosidad y muerte. Cuando por la tarde asistimos a la procesión de las antorchas, quedé impresionado por su belleza, su simbolismo, su espíritu cristiano reflejado en los rostros de todos los que estaban alrededor nuestro. La celebración nocturna fue también inolvidable.

Cuando esa noche me acosté para dormir, fui consciente de que allá en la gruta había muerto lo poco o mucho que me quedaba de protestante. Aquella Inmaculada Concepción cuya veneración había sido combatida por mí había intercedido a Dios para que me hiciera entender la verdadera esencia cristiana de la veneración a la Madre del Salvador, causa de nuestra salud.

El día siguiente presenciamos la procesión del Santísimo Sacramento. Yo visité junto con mi tía las estaciones del Vía Crucis, de una belleza artística indudable. Pero nuevamente fue en la gruta donde aprecié el porqué aquel lugar ha atraído a tantos millones de visitantes de todas las partes del mundo. Esa tarde mi madre se bañó en las piscina del manantial. Yo sabía que ella no se curaría de su enfermedad terminal, no tanto porque el Señor, respondiendo a la intercesión de María, no pudiera hacerlo sino porque era consciente de que Él quería llevarse pronto a mi madre junto a su lado.

El domingo por la mañana emprendimos la vuelta a casa. Mi madre no mejoró de su enfermedad pero, incomprensiblemente para los médicos, sus últimos días de vida los pasó sin un solo dolor, sin necesidad de que la sedaran. Para los que estábamos acostumbrados a verla sufrir dolores intensísimos en los últimos años a causa de una afectación del nervio ciático causado por una operación de cadera (tuvo que ingresar en la unidad del dolor del hospital Gómez Ulla), el ver que moría sin sufrir fue una bendición del cielo. A las pocas semanas de que mi madre muriese, mi esposa Lidia y yo regresamos a la Iglesia Católica.

A Lourdes llegó un Luis Fernando diferente del que salió. Probablemente muchos juzgarán este testimonio desde muy diferentes perspectivas. Bien sé que sólo Dios sabe en qué consistió ese cambio y cómo afectó a mi forma de vivir la fe que una vez fue entregada a los santos. Hice un viaje para complacer a mi madre carnal y Cristo me premió con la madre que ofreció a su discípulo amado en la cruz. Sin duda es uno de los mayores regalos que el Señor puede ofrecer a los que le aman y procuran guardar sus mandamientos.

Pax vobiscum

Luis Fernando Pérez

Fuente: http://www.angelfire.com/hi/luisperez/espversion.html 


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