Me dirigí a una reunión en la zona de Rasafa, poblada por musulmanes chiitas, pues allí se encuentra el arzobispado. Mi chófer era musulmán sunita.
Eran las 4.00 de la tarde cuando regresaba a casa después de la reunión. Llegando a la plaza Tahrir, en el centro de Bagdad, una barricada de control compuesta por tres militares armados nos detiene. No llevaban credenciales que los identificaran como policías oficiales. En esta región la inestabilidad política se caracterizaba por la inseguridad así como por el terrorismo que se movía a sus anchas. Los asesinatos se ejecutaban con listas de nombres que se confirmaban con las tarjetas de identidad de los individuos.
Ellos detuvieron mi coche. La calle estaba vacía y tranquila. No había peatones que deambularan por las aceras. Con malas maneras me hacen bajar del coche. Mi chófer, sorprendido, se quejaba de los malos tratos. Yo, por mi parte, repetía en mi corazón: «Soy cristiano, y no sólo; soy un sacerdote que lleva sotana, distintivo de mi sacerdocio».
Después de los malos tratos, me di cuenta de que yo era la persona que buscaban. Uno de los oficiales revisó mis bolsillos, extrayendo el teléfono, la identificación y las llaves de la parroquia. Poco después me dice:
- Tengo que arrestarlo.
Yo le dije:
- ¿Cuál es el crimen que se me imputa?
Sin responder me conduce a un oficial sentado en un auto, situado unos metros más lejos. Este oficial vestía uniforme militar.
En ese mismo instante siento que en mi interior algo se enciende. Una llama que me da fortaleza y coraje. Le extiendo la mano y le saludo. Le ofrezco un dulce que llevaba en mi bolsillo. Mientras esto sucede, me vienen a la mente las palabras de Cristo: «No tengáis miedo... el Espíritu Santo hablará en vosotros». Sentía que mi corazón ardía en fuego; me sostenía la fe. Así me pude acercar al oficial sin temor.
El oficial me interroga:
- «Nombre... profesión... ¿por qué está en esta región?»
Le respondí:
- «Tú tienes mi identificación. Soy un sacerdote católico. Tenía una reunión con mi arzobispo. Todo lo que el soldado te ha dicho de mí es falso. Yo soy un sacerdote, no digo más que la verdad. Decir la verdad es el distintivo de nuestro cristianismo y de nuestra fe. Por ello te pido que me devuelvas mi identificación para poder volver a mi parroquia y celebrar con ellos la fiesta de la Inmaculada Concepción, "Madre de Issa", que hoy celebramos. Toma este caramelo y endulza tu boca; lo necesitas».
Con un movimiento rápido le tendí la mano y me entregó mi identificación. Después me dirigí al soldado que había conservado mi teléfono. Le pedí con seguridad que me devolviera mi teléfono; le expliqué que era un modelo viejo y que no valía nada. El soldado se rehúsa y a cambio me pide dinero.
Le respondí:
- «No tengo dinero. Si tienes hambre yo puedo buscarte algo de comer, y sería una bendición porque viene de manos de un hombre de Dios. ¿Ves mi sotana? Significa que yo atiendo a los pobres y los necesitados».
En este instante le doy el dulce diciendo: «Toma, endulza tu boca».
Extendiendo la mano le saludo y logro recuperar el teléfono. El otro soldado, admirado, contemplaba la escena. Después me subo al auto y pido al chófer que se ponga en marcha.
Le dije: «No tengas miedo, el Señor nos protege». Pasamos el puente y nos encontramos sanos y salvos en la región de A Karkh. Le dije a mi chófer: «¿Sabes tú que nosotros los sacerdotes debemos ser testigos y mártires? Testigos por nuestras palabras; mártires por nuestra fe en Cristo».
Agradecí al Espíritu Santo por la fortaleza que me concedió para ser su testigo a través de las palabras.
Aziz Pios
Bagdad (Irak)
100 historias en blanco y negro
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