El miedo y la incertidumbre me robaban la calma, sobre todo por el laicismo existente en aquella ciudad. Uno de los objetivos que me propuse fue que durante mi estadía siempre llevaría el alzacuello, sin pensar en las consecuencias. Por eso tuve dos experiencias negativas: un niño, frente a un colegio religioso, me gritó: «¡Al diablo con Dios!». Fue desastroso, pero lo único que alcancé a decirle fue: «Niño, Dios te ama».
En otra ocasión un señor se me puso delante y me dijo: «Debería darte vergüenza llevar ese vestido, ¡sinvergüenza!» Esto me golpeó mucho y pensé en dejar de usar el distintivo clerical, pero preferí considerarlo en oración por unas semanas antes de la cuaresma de 2005, así que cada día, cuando me dirigía al convento de las clarisas a celebrar la santa misa, rezaba el rosario y seguía llevando el vestido que me identificaba como ministro del Señor.
Cerca de la Semana Santa, llegando a una estación del metro, veo a un joven -tendría unos 20 ó 22 años- que se me queda viendo muy fijamente. Pensé que sería otra provocación, pero no me aparté; seguí meditando el rosario. Y aunque me acercaba al joven, él no apartaba su mirada. Entonces me pregunta: «¿Sacerdote?» Con cierto temor le respondí: «Sí, a la orden». Para mi sorpresa y alegría, este joven, enviado de Dios, me dice con una sonrisa: «Padre, ¿me confiesa?»
He de decir que fue para mí la respuesta directa del Señor, y aunque muchos afirman que «el hábito no hace al monje», pues yo con alegría digo que aunque no lo hace, sí lo identifica, sobre todo en una sociedad en que muchos temen mostrarse como amigos y servidores de Jesús. No volví a saber más de ese joven, pero tengo en mi mente y corazón sus palabras al despedirse: «Dios lo puso en mi camino...» Yo me reí y le dije: «Creo que Dios te envió a ti para darme una respuesta».
José Héctor González Abrego
Chitré (Panamá)
100 historias en blanco y negro
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