Un sacerdote ante la mentira del aborto

Hace unos cuatro años vino a verme una pareja. Habían recibido la noticia de que la mujer estaba gestando una niña acéfala

Me sentí impotente ante semejante situación, pero estaba convencido de que el Señor los había puesto delante de mí para que yo les pudiera ayudar. Confieso que no fue fácil para mí, pues pienso que, en el mundo donde vivimos, hechos como este son tratados con mucha frialdad o al menos de forma muy simplista. De hecho, este caso no fue la excepción. El médico había hecho un diagnóstico y ya había aconsejado un aborto, porque «el objeto que estaba dentro de ella no era una persona, dado que no tenía cerebro y no viviría mucho tiempo».

La cosa era compleja, pues me preguntaba: «¿El hombre es solamente cerebro? ¿Cómo un médico puede estar con la conciencia tranquila aconsejando tal monstruosidad?» Sentía que la pareja había tomado la decisión de abortar porque estaban impresionados con la explicación y con las fotos que el médico les presentó. Me sentía impotente, pero con la certeza de que el hombre es mucho más que cerebro, piernas, brazos... ¡El hombre posee una realidad que le trasciende, que no muere, que es espiritual!

Después de tres horas de conversación, y ayudados también por una médica católica, la pareja se convenció de que el embarazo debería llegar hasta el final para experimentar el poder de la vida.

Una de las cosas que me impresionaron en este tiempo fue ver el semblante de la madre: en todos los momentos trasmitía felicidad y paz. Solamente en algunos instantes venía el combate y el miedo, pero siempre estuvieron ayudados por el sacramento de la Eucaristía y el acompañamiento de la doctora.

Llegó el día del nacimiento. Llegué temprano al hospital, pues había prometido a los papás bautizar al niño tan pronto como llegara al mundo, pues ya sabíamos que el Señor nos lo concedería solamente por algunos minutos.

Estaba un poco nervioso, pues nunca había vivido una experiencia tan fuerte como esta. Mi sorpresa fue nuevamente encontrar a la mamá antes del parto y notar que acariciaba su vientre, trasmitiendo un gran amor a su hijo.

En el momento del parto, esta mujer joven tenía un rostro sereno y un semblante que trasmitía paz. Me llené de alegría, pues noté la presencia del Señor que estaba con ella, dándole fuerzas para que testimoniara que creemos en un Dios de vivos y no de muertos y que, para él, cada persona -sea como fuere- es importante y tiene un valor enorme.

Cuando nació el niño, yo no podía creer en lo que estaba viendo. No tenía nada que ver con lo que el médico había dicho a los papás. El bebé tenía el cuerpito perfecto, respiraba, movía los brazos, las piernas. Pude administrar el sacramento del Bautismo y sentir amor por aquel niño que estaba con los ojos abiertos. En el momento en que derramé el agua sobre su cabeza para el Bautismo, cayeron algunas gotas en su ojo y él se sintió incomodado. ¡Acompañé a aquel recién nacido durante todo su tiempo de vida! El Señor le concedió la gracia de nacer y de ser amado por sus padres y de ser testimonio de Cristo, siervo sufriente, que aceptó la voluntad de su Padre en aquel hospital. Para las enfermeras, para los médicos, para sus padres y, sobre todo, para mí, aquel neófito era la imagen de Cristo.

Fueron 36 minutos de vida, durante los cuales pude hablar, rezar e incluso pedirle intercesión en el cielo por mí, por sus padres y por nuestra parroquia. Así es como el Señor le llamó: «Ven, bendito de mi Padre» (Mt 25,34). Se cumplió la promesa de Cristo: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria...» (Jn 17,24)

Jamás olvidaré este momento tan importante para mí, para mi vida y para la maduración de mi fe.

Me gustaría que en este momento estuvieran tantos de los que están a favor del aborto y que me explicaran cómo es posible defender esa actitud delante de una persona indefensa, siguiendo la lógica de que sólo los perfectos pueden vivir. Creo que tales personas jamás experimentaron el amor. La persona no es sólo pierna, sólo brazo, sólo cerebro...

Señores médicos, señores políticos y todos aquellos que tienen la autoridad de hacer las leyes, piensen bien en lo que están intentando legalizar, pues no corresponde a la experiencia que yo viví. No nació ningún monstruo, sino un hijo de Dios que fue amado por Él, por sus padres y por mí.

Alessander Carregari Capalbo
Brasilia (Brasil)
100 historias en blanco y negro


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