Una señal

Un día, cuando pensaba que nada valía la pena, me encontraba en los momentos más críticos de mi vida sacerdotal

Me dirigí a la capilla de la residencia y ahí, llorando, le dije al Señor: «Dame una señal que me indique que han valido la pena los 11 años de mi ministerio sacerdotal. Que han servido por lo menos para salvar un alma». Porque eran días oscuros, de soledad y angustia. Sentía que todo había sido inútil.

Salí de la capilla y me dirigí a mi habitación pensando en las palabras que le había dicho al Señor. Pensaba: «Le exigí demasiado; hice un trueque: "Tú me das una prueba y yo continúo"». Entonces me arrepentí, y en mi interior sólo le dije: «Perdón, Señor; me basta que estés conmigo en estos momentos duros».

En ese momento abrí la puerta de mi habitación y encontré en el suelo una carta dirigida a mí. Me asusté tanto que no quería abrirla. Pensé que era un anónimo. Nada; la abrí y empecé a leer. Me sorprendí porque era de una señora que yo no conocía. Decía:

«Padre Antonio, espero que después de tanto tiempo buscándolo, por fin esta carta lo encuentre. No creo que usted me conozca. Yo iba a sus misas en Garland. La primera vez que escuché su misa fue en una boda. La verdad, no iba con frecuencia a misa; yo sólo era cristiana pues mis padres eran protestantes. Usted me sorprendió mucho porque cuando empezó la predicación dije: «Esto es lo que buscaba». Cada palabra que usted pronunciaba era una invitación personal para encontrarme con Jesús; palabras que llegaban a mi corazón como flechas. Eran palabras sinceras y con una convicción muy fuerte. Me gustó y, domingo a domingo, empecé a ir a misa. Usted le iba dando sentido a mi vida frente a Dios. Sus palabras y su forma de hablar me hacían sentir como una hija muy amada de Dios. Ahora no sé nada de usted. No sé dónde está, pero recuerdo mucho sus palabras y me salen lágrimas, porque no escucho sus palabras y sus consejos».

Mientras leía recordaba las palabras que acababa de decir al Señor en la capilla, y empecé a llorar. Dios me había dado la señal que pedí; la respuesta fue inmediata. Me recordaba que Él estaba muy cerca de mí y que nunca me había dejado solo, aunque yo estuviera pasando por la cruz.

Continué leyendo y me sorprendí mucho porque esta señora hablaba de cada una de mis homilías, y de cómo cada una de ellas le había ido cambiando su modo de pensar, de actuar y de vivir. Y sobre todo, que su fe había crecido tanto en tan pocos años.

«Yo ya no quería tener más hijos, pero usted habló de la importancia de abrirse a la vida y a la voluntad de Dios; dijo que los hijos eran regalos de Dios, y entonces decidí tener más hijos. Y Dios a los pocos meses me regaló una niña hermosa. Yo no creía en la oración, y usted me enseñó cómo dirigirme a Dios y cómo llamarle "Padre". Sus palabras entraron en mi corazón y deseaba encontrarme con este Dios de quien usted hablaba con convicción. En otro momento usted me enseñó a amar y a perdonar a quienes ni amaba ni perdonaba, y empecé por pedir perdón a mi esposo, porque no lo amaba como Dios quería. Usted me habló de la Virgen, a quien yo no conocía y en quien mucho menos creía; usted me ayudó a conocerla y a llamarle "Madre".

»Padre, usted me dio fuerza para entrar en la Iglesia Católica, y ahora estoy preparándome para recibir los sacramentos de iniciación cristiana. Gracias padre; usted ha sido el puente que me llevó a enamorarme de Dios».

La señal se había cumplido, y cuando todo parecía terminar para mí, entonces aparece la luz, el amor de Dios. «Gracias Señor por mi vocación. Qué bello es vivir y amar día a día mi sacerdocio».

Antonio Ormaza
Dallas (Estados Unidos)
100 historias en blanco y negro


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