Significa, a mi modo de ver, haber comprendido profundamente las consecuencias implícitas en la vocación cristiana de los fieles laicos: como enseña el Concilio Vaticano II, los laicos tienen la misión específica de "buscar el Reino de Dios tratando las cosas temporales y orientándolas según Dios". Por eso, cuando interviene en las cuestiones políticas, el cristiano las afronta en la perspectiva de la responsabilidad que le compete en cuanto ciudadano y de la misión que en cuanto cristiano le es propia. En las enseñanzas de San Josemaría, la mentalidad laical está tan lejos del laicismo como del clericalismo, precisamente porque comporta la conciencia de tener que actuar, en las cuestiones temporales (profesionales, sociales, políticas...), con competencia profesional y con espíritu cristiano, es decir, según Dios y al servicio del prójimo.
Comporta, evidentemente, no pretender descargar sobre otros, o sobre la Iglesia, las consecuencias de las propias decisiones. Además, yo diría que significa también no tener miedo —o, si viene, superarlo— de dar un testimonio personal claro en defensa de la verdad y de la justicia, también cuando en ciertos ambientes una conducta de ese estilo pueda ir contracorriente o incluso pueda parecer peligrosa para la propia carrera profesional o política. El católico ha de procurar siempre promover la concordia, la serenidad y la apertura de espíritu en la discusión de las opiniones; pero no a costa de reducir el cristianismo al ámbito estrictamente privado, porque en tal caso el mismo bien temporal, terreno, de la sociedad civil quedaría seriamente comprometido.
"No servirse de la Iglesia" no quiere decir negar, en principio, la oportunidad de que existan partidos explícitamente católicos. Significa recordar a los católicos que actúan en política, y también a los no católicos, que no deben inmiscuir a la Iglesia en la defensa de intereses de partido. Es decir, que hay que respetar la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión y, al mismo tiempo, defender la legítima autonomía de las realidades temporales, de tal modo que los laicos las santifiquen sin servirse de la Iglesia: de ella han de esperar recibir nada más—y nada menos— que la Palabra de Dios y los Sacramentos. Esto conlleva también la justa defensa de la libertad personal de los cristianos en todos aquellos campos que el Señor ha dejado a la libre opinión de los hombres, y éste es otro aspecto en el que la predicación de san Josemaría fue clara e incisiva: no dejó nunca de repetir que nadie puede pretender reducir la fe a una ideología terrena, ni considerarse investido del poder de descalificar a quienes no piensan como él en materias que, por su naturaleza, admiten diversas soluciones conformes a la doctrina de Cristo.
El anticlericalismo 'bueno', a diferencia del anticlericalismo 'malo', nace del amor a la Iglesia; y en particular, del amor al sacerdocio, unido a una comprensión profunda del papel eclesial de los laicos. Este anticlericalismo 'bueno' tiene muchas consecuencias prácticas, y todas ellas se oponen al clericalismo en sus diversas formas. Pienso que uno de sus elementos esenciales es el rechazo de todo aquello que comporta, tanto en la actividad del fiel laico como en la del sacerdote, el uso de una misión sacra para una finalidad terrena.
El laico, por ejemplo, no puede pretender servirse de la jerarquía eclesiástica, o simplemente de su propia condición de católico, para obtener ventajas profesionales inmerecidas; del mismo modo, el sacerdote no puede pretender reducir la función de los laicos a la de simples colaboradores de las actividades eclesiásticas. Ciertamente, la colaboración de los laicos en las funciones propias del sacerdote —dentro de ciertos límites— es posible y a veces muy oportuna. Pero, tal como enseña san Josemaría—y definió el Concilio Vaticano II—, es evidente que lo específico de los laicos no es tomar parte en las funciones de los ministros sagrados, sino actuar libre y responsablemente en las estructuras temporales, vivificándolas con el fermento del mensaje de Cristo. Esto, sin embargo, no significa que haya separación—y menos aún oposición— entre la misión de los pastores y la misión de los laicos.
No, desde luego. La función magisterial es parte integrante, irrenunciable, de la misión de los obispos, que deben predicar el Evangelio con todas sus implicaciones morales y sociales. Naturalmente, en circunstancias normales sus enseñanzas se centran en los principios doctrinales y en las principales consecuencias de orden práctico. Por poner un ejemplo concreto, sería absurdo hablar de 'clericalismo' a propósito del discurso papal del pasado 28 de enero, en el que Juan Pablo II afirmó que la ley civil debe proteger el matrimonio indisoluble. Por otra parte, en circunstancias excepcionales los obispos también pueden tener el deber de pedir a los católicos que mantengan una concreta unidad de acción política: aunque en circunstancias normales tal unidad no sea necesaria, puede serlo, para la libertad de la Iglesia, cuando ésta se ve amenazada por una ideología totalitaria. Si la jerarquía episcopal de un país decidiese intervenir de ese modo, su actitud no sería una manifestación de clericalismo, sino de coherencia en el cumplimiento de un aspecto de su misión pastoral.
No, de ningún modo. Cada fiel de la prelatura tiene sus propias y personales convicciones políticas, científicas, culturales o artísticas, asumidas en nombre de la misma libertad de que gozan los demás comunes ciudadanos cristianos: es decir, sin más límites que los que derivan de la fe y de la moral católica. San Josemaría afirmaba que si en el Opus Dei se hubiera intentado simplemente sugerir la adhesión a una determinada línea política, él habría sido el primero en dejar la Obra. Incluso en las cuestiones teológicas opinables prohibió expresamente san Josemaría que se configurara una doctrina propia del Opus Dei. Por lo que se refiere a la militancia política, no sólo en teoría, sino también de hecho, existe una notable variedad de opciones entre los fieles del Opus Dei.
Por ejemplo, en los Estados Unidos encontramos fieles que simpatizan por los demócratas y otros por los republicanos. Análoga es la situación en Gran Bretaña, donde hay partidarios del partido conservador y del laborista. En la España de los años cincuenta- sesenta, además de los fieles que, junto a muchos otros católicos, colaboraban con el régimen de Franco, había otros que se vieron obligados a exiliarse a causa de su actividad en la oposición. Todos tenían y tienen en común, entre sí y con cuantos se esfuerzan por ser buenos cristianos, el empeño de servir lealmente a la sociedad afrontando los problemas humanos no sólo con competencia profesional, sino sobre todo a la luz del Evangelio.
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