El argumento se basa en un futurible. Asegura que, con la puesta a punto de la tecnología de células troncales embrionarias, pero no con la mucho más limitada de las células troncales adultas, podrán curarse muchas enfermedades degenerativas. Y da la cosa por hecha. La suma total de lo que promete es inmensa: con las células embrionarias, y sólo con ellas, se curarán tanto enfermedades de las que sabemos mucho (la diabetes, el cáncer, ciertas formas de ceguera, los síndromes de deficiencia inmune, por ejemplo), como otras de las que nos queda mucho por aprender (como la esclerosis múltiple, el Alzheimer, el Parkinson, la osteoporosis y las metabolopatías congénitas). Aún incompleta, la lista es impresionante.
Dejo hoy a un lado la cuestión de analizar los méritos teóricos que puedan invocarse a favor de las dos familias, embrionaria y adulta, de células troncales, para fijarme en la ética de esa promesa.
Me parece excesiva la seguridad con que se ha apostado por los beneficios que se derivarán de las investigaciones con células troncales embrionarias. Lo mismo en la comunidad científica que entre el público general ha cundido la certeza de que esas células van a resolver muchos de los problemas más serios que la medicina tiene todavía pendientes.
En la comunidad científica, el optimismo es casi obligatorio. Una muestra: hace pocos días, a una periodista que afirmaba que “muchos científicos relevantes se han mostrado a favor de estas investigaciones”, un eminente investigador español le respondía que “no hay ningún científico serio que yo conozca y bien informado que no esté a favor”.
A la sociedad se le ha enviado un mensaje mediático fascinador: las células troncales embrionarias sencillamente harán milagros. Periódicos y telediarios se encargan de avivar las esperanzas. Algunos colectivos de pacientes exigen la eliminación inmediata de las trabas legales a esas investigaciones, convencidos de que cualquier retraso va a robarles años de vida y calidad de vida. A su vez, los políticos no quieren dejar escapar las ganancias, ideológicas y electorales, que el debate social sobre células troncales puede regalarles, y compiten, en un espectáculo sin precedentes, por alzarse con el mecenazgo de la nueva aventura científica. Leyendo las noticias, se tiene la impresión de que no se trata ya de tener fe o esperanza: pacientes y políticos están seguros de que los resultados espectaculares están ahí, a la vuelta de la esquina.
¿Es buena esa situación? Yo pienso que no: ni lo es para los propios científicos, ni para el público.
La experiencia histórica y los buenos modales académicos nos dicen que, cuando se dirigen al público, los científicos, en cuanto científicos, están obligados a no alargar más el brazo que la manga: han de ser objetivos, no pueden despertar esperanzas infundadas. Como ciudadanos corrientes, pueden dar rienda suelta a su imaginación y soñar en voz alta: pero han de renunciar entonces a revestirse de la autoridad que da la ciencia.
De unos años a esta parte, sin embargo, los científicos se han puesto a hacer promesas en público, muchas de las cuales nunca se han materializado. Es curiosa la obstinación con que eligen a los mismos destinatarios de sus bendiciones: son siempre los pacientes de Alzheimer o Parkinson, de diabetes o esclerosis múltiple. Robin Cook abre su novela La manipulación de las mentes con un artículo, tomado del New York Times del 12 de julio de 1974, en el que ya se hablaba de curar la diabetes y las lesiones de la médula espinal inyectando células fetales en los órganos lesionados. Y la misma lista de enfermedades curables se publicó como aval del potencial curativo del Proyecto Genoma Humano, por desgracia hasta ahora inédito. Y Advanced Cell Technology, para atraer ayuda financiera, usó esa misma lista cuando dio a conocer su más que dudoso experimento de clonación del embrión humano.
Me parece que más científico y más humano es, al informar a la gente, no referirse sólo a las expectativas favorables. Hay que decirle que se ignora si habrá o no buenos resultados, que no faltarán las dificultades, a veces insuperables. Y también que hay normas éticas que nunca deberán vulnerarse. Son las que nos enseñan cómo respetar la vida y la dignidad de los seres humanos, y que ha quedado expresada en unos documentos -el Código de Nuremberg, el Informe de Belmont, la Declaración de Helsinki- a los que hay que volver una vez y otra. Nos recuerdan cosas fundamentales, como, por ejemplo, que, antes de pasar al ser humano, hay que completar mucho trabajo preclínico en modelos animales; que no se deben iniciar experimentos éticamente problemáticos en seres humanos, si los conocimientos esperados pueden obtenerse por caminos libres de conflictos éticos; que siempre hemos de comenzar los proyectos con los tipos de investigación éticamente menos conflictivos. Son criterios sencillos, palmarios, humanizantes.
El investigador está, ciertamente, sometido a muchos impulsos: la sed de conocer, el imperativo altruista de remediar la enfermedad, el deseo de prestigio, la ambición de llegar antes y más lejos que sus competidores. A veces, le dominan las convicciones ideológicas los intereses económicos. Esos impulsos pueden entremezclarse de mil maneras, y hacen sumamente complejo en matices, urgencias y conflictos el trabajo del investigador.
Pero, al investigador le conviene no perder la cabeza. Ha de conservar la frialdad para planear, realizar y publicar sus trabajos. Y si se deja llevar de una pasión que sea la popperiana pasión de tratar de probar con empeño que la hipótesis de su trabajo es falseable.
No le convienen tampoco los matrimonios de conveniencia con los políticos. Recordémoslo. En los últimos días de 2001, los parlamentarios británicos, incitados por los científicos, aprobaron una ley que autorizaba la práctica de la clonación terapéutica. Hace un par de meses, en septiembre pasado, la famosa PPL-Therapeutics, de Edimburgo, tras haber gastado mucho dinero en sus intentos de clonar embriones humanos para derivar de ellos células troncales embrionarias, sin obtener nada positivo que animara a seguir adelante, ha puesto a la venta sus negocios de medicina regenerativa, junto con los de producción de animales transgénicos para fines de trasplante de órganos.
Nadie sabe qué consecuencias vendrán de este fracaso del grupo que indiscutiblemente es el número 1 mundial en clonación y si provocará mucho o ningún retraso en la azarosa y absurda carrera de la producción de seres humanos para ser destruidos en ventaja de otros. Pero, razones éticas más profundas aparte, no está de más recomendar a políticos y científicos un poco de ponderación y de buen sentido.
Gonzalo Herranz
Departamento de Humanidades Biomédicas
Universidad de Navarra (Artículo aparecido en Diario Médico)
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