Una democracia madura como la nuestra sabe ya, a estas alturas, cuál es el precio de la paz social y no puede jugar con ella por el simple hecho de haber conseguido una suma de votos determinada. No podemos reducir la democracia a aritmética.
La solución jurídica que propongo para salir de esta situación de crisis es prescindir de la palabra matrimonio en el proyecto de ley de reforma del Código civil que será discutido próximamente en el Senado. El matrimonio quedaría así como una institución social, religiosa, pero no jurídica en sentido estricto. Por lo demás, el derecho romano tampoco dio carta de naturaliza jurídica al matrimonio; sí en cambio a la manus y a la patria potestad.
En mi opinión, debería sustituirse en esta ley el término de matrimonio, caído en desgracia, por dos expresiones que reflejan con mayor precisión el contenido mismo de las relaciones jurídicas subyacentes: contrato de convivencia y contrato de descendencia.
Podrían celebrar un contrato de convivencia, y gozar de ciertos beneficios fiscales, laborales, sucesorios, etc., todas aquellas personas, con independencia de su orientación sexual, que, por las razones que fueran, deseen convivir habitualmente bajo el mismo techo: dos estudiantes, tres jóvenes profesionales, cuatro hermanos, cinco inmigrantes, seis monjas, etc. El único límite numérico vendría impuesto por el tamaño de la propia vivienda. Estos contratos de convivencia no tendrían por qué estar sujetos a ninguna cláusula de estabilidad limitativa de la libertad contractual.
Los contratos de descendencia, en cambio, regularían las relaciones jurídicas entre un hombre y una mujer que -también con independencia de su orientación sexual- hayan tenido descendencia común. En tanto en cuanto no la tengan, estos precontratos de descendencia valdrían como contratos de convivencia. En los contratos de descendencia, la principal relación jurídica sería entre los padres, por una parte, y el hijo, por otra. Se trataría, por tanto, de una relación vertical y no horizontal, como la existente en los contratos de convivencia. Estos contratos de descendencia exigirían una mayor estabilidad (a favor de los hijos) y una especial protección de los poderes públicos por las peculiares obligaciones que los contrayentes asumen frente al nuevo ciudadano, a quien deben educar e integrar en nuestra compleja sociedad.
La adopción debe mantenerse al margen de este debate pues no afecta al nacimiento de un nuevo ciudadano sino al correcto desarrollo de aquellos que no tienen capacidad para vivir con independencia. Con todo, al no ser jurídicamente relevante la orientación sexual, como tampoco el color de los ojos, la edad, la belleza física personal, etc., no tiene sentido, desde una perspectiva jurídica, plantearse si deben o no adoptar las personas en razón de dicha orientación, como tampoco excluir de la adopción a la persona homosexual por el hecho de serlo (pues el derecho nunca le hará esa pregunta). La cuestión central de la adopción radica en la cualificación exigida al adoptante (sea persona física o jurídica) por el ordenamiento jurídico. Naturalmente, el contrato de descendencia, en la medida en que "la adopción imita la naturaleza" (adoptio naturam imitatur), constituye el entorno más apropiado para la adopción, aunque no el único.
El lector juzgará si esta solución puede ser o no una vía de encuentro social. En todo caso, llama a las cosas por su nombre: algo muy importante en el derecho.
Rafael Domingo
Universidad de Navarra
Fecha: 8 de junio de 2005
Publicado en: ABC (Madrid)
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