Los contornos huidizos de dolor humano, de la experiencia dolorosa en el hombre que sufre, ha hecho que se vertiera mucha tinta sobre el papel, en el intento de encontrar una definición apropiada que le hiciera justicia.
La Psicología ha tratado de aportar explicaciones acerca de la naturaleza del dolor que, infortunadamente, por su parcialidad, ni perduraron ni parecen haber contribuido a hacerlo más comprensible para el hombre. Los esfuerzos realizados iban encallando conforme se aproximaban a las arenas movedizas de este misterio.
Spinoza lo concibió como una de las tres emociones fundamentales contrapuestas al placer, estableciendo entre él y la melancolía una cierta relación.
Fisiólogos como Sherrington reducen esta experiencia a una interpretación naturalista, considerando el dolor como un mero reflejo imperativo de protección-evasión, que preavisaría a la persona de otros sufrimientos mucho peores. En esta misma opinión se inscriben autores como Szasz, quien entiende el dolor como apenas una señal por la que el cuerpo comunica al yo que algo no va, alarmándole y avisándole de que tal vez pueda sufrir una pérdida. Pero esta hipótesis fue ya desmentida por Dejerine y Roussy (1906), al describir lo que acontece en el denominado síndrome talámico. De otra parte, recientemente se ha demostrado que los mecanismos periféricos que sostienen la experiencia dolorosa actúan de otro modo a como se pensaba (Campbell y cols., 1989). A esta misma conclusión se llega desde las investigaciones neuroquímicas (Ruda y cols., 1986).
A las anteriores hipótesis se opuso frontalmente el cirujano francés Leriche (1940). Para los médicos que viven en contacto con los enfermos--escribía en 1940--, el dolor es sólo una contingencia, un síntoma perjudicial, angustioso y nocivo, difícil de suprimir, y es que en general no tiene valor para el diagnóstico (...) El dolor sólo hace más penosa y desdichada una situación que es ya irrevocable (...) Debemos descartar la idea de que el dolor es beneficioso. Es siempre un regalo siniestro. Envilece al hombre y lo enferma, más de lo que realmente está. El médico tiene el deber ineludible de prevenirlo, si puede.
Otros autores, como Macbride, lo reducen a una nueva sensación desagradable producida por la acción de estímulos de carácter perjudicial. Pero tampoco el dolor se agota en este reduccionismo, pues, como dice López-Ibor (1969), existen dolores que se producen en el organismo sin estímulo periférico que los desencadene. Este es el caso, por ejemplo, de lo que sucede en la causalgia (Roberts, 1986).
Cada una de estas hipótesis tiene un pequeño núcleo de verdad, de una verdad incompleta que no acaba de hacer diana en el complejo blanco de las explicaciones suficientes. En cualquier caso, la experiencia álgica se manifiesta como un fenómeno complejo, en el que se dan cita muy diversos acontecimientos.
El dolor es, además de una reacción estimular, un modo de expresión en el que queda patente el modo de ser de la persona que sufre. Lo objetivo de la sensación dolorosa--lo encarnado en ella--queda revestido en el hombre con el ropaje afectivo y personalizado que le caracteriza. Pero observemos más de cerca algunas de las hipótesis que sobre el dolor se han emitido.
La cuestión antropológica: ¿qué sentido tiene el dolor para la vida humana?, se repite como un eco insistente y reiterativo, en el contexto de la experiencia álgica. La pregunta cuestiona desde el horizonte del anhelado deseo de encontrar un sentido gracias al que la existencia dolorosa quede elevada por encima de sí misma y adopte una actitud trascendente, ante la que palidezcan el sinsentido, el absurdo y el vacío que el dolor conlleva.
El acceso a esta búsqueda de sentido del sufrimiento humano exige zambullirse y bucear fenomenológicamente en las aguas profundas de estas experiencias. Una tarea que tal vez se facilita si consideramos dicha experiencia en relación con su opuesta, el placer.
He aquí ensamblados estos dos aspectos de la experiencia álgica. Dolor y placer constituyen dos estados del yo, dos formas de ser en el mundo. Ambos hacen referencia a circunstancias situativas y contextuales, aunque en formas muy diferentes. En el placer, como en el dolor, el hombre establece una cierta dependencia de los estímulos que le rodean, pero esta articulación varía mucho de una a otra experiencia.
El placer es la resonancia reactiva a una situación estimular. La dependencia contraída con el estímulo placentero es mayor que en el dolor. La experiencia, sin embargo, también esta enraizada en la corporalidad, pero de forma más volátil y huidiza. La experiencia placentera se vive en el cuerpo, pero en tanto que éste continúa unido al estímulo que pone en marcha aquella experiencia. En este sentido cabe afirmar que el estímulo placentero mediatiza más la experiencia placentera que el estímulo doloroso, la dolorosa.
El placer puede originarse en otros estratos de la personalidad. La contemplación de un paisaje, la emoción experimentada ante una obra de arte, el arrebatamiento y la excitación del espíritu ante los perfectos sones acompasados de un concierto, son buenos ejemplos de ello. Pero en todas estas experiencias, por diversas que sean, hay siempre una participación corporal, un modo de colaboración que objetiva estas situaciones.
En la experiencia dolorosa acontece otra cosa. La participación de la corporalidad es ahora más inquietante y diversa. El hombre está más incluido y penetrado por esa misma actividad respondente, que es el dolor. El automatismo de los estratos biológicos inferiores es más radical y descontrolado. El abandono en la experiencia dolorosa es casi automático. Ante el dolor--que en última instancia no puede dejar de ser nada más que mi o su dolor--, el hombre que cada uno es resulta siempre alcanzado y zarandeado. No es posible impermeabilizarse ante esta experiencia. En el caso del placer, en cambio, el hombre puede distanciarse o, al menos, poner un cierto límite a sus resonancias participativas.
El dolor sobrecoge de un modo más penetrante que el placer. En la experiencia placentera hay con frecuencia una especie de sobreaviso, una cierta anticipación que, en no pocas ocasiones, hace que se busque conscientemente (lo que se denomina en Psicología con el término de motivación de logro).
Por el contrario, en el dolor, esas premoniciones no son tan frecuentes y cuando preludian la experiencia dolorosa propiamente dicha, se viven como amenazantes y desconocidas, como algo sombrío que no desearíamos que llegase nunca. El dolor, en condiciones normales, jamás se desea. El placer, casi siempre, aunque en ocasiones sea de forma tortuosa, soterrada e inconfesable.
En el dolor algo sobreviene, desafortunadamente, de forma súbita y a veces desesperada, para la que no se estaba preparado. El niño que se pincha, mientras juega distraídamente con un objeto punzante, tras unos segundos de sobrecogimiento, prorrumpe en un llanto asfixiante.
El placer no sólo no disuelve las relaciones del hombre con su cuerpo, sino que las amplía--desde la eclosión del hormigueo de la dicha, enseguida transformada en sonrisa o carcajada--y remonta, percibiéndolo como una manifestación del enseñoramiento sobre su realidad corporal, donde se trasluce ahora una cierta armonía. El dolor, por el contrario, desorganiza esas relaciones del hombre con su cuerpo. Más aún, las entorpece y obstaculiza, hasta hacerlas disarmónicas.
En el placer, el hombre se desentiende de su cuerpo: por el dolor, el hombre toma conciencia de su cuerpo. En el placer hay una cierta liberación y fuga de la corporalidad, que se percibe como ingrávida y ligera. En el dolor, la corporalidad se percibe como impuesta, como un pesado fastidio atenazante frente al que uno ya no es dueño de sí y que casi nos obliga a capitular. Con el placer, el cuerpo se abre a nuevas e ignoradas cordilleras de los sentidos. En la experiencia dolorosa, el cuerpo se repliega sobre sí mismo y deviene en un intruso, en algo hermético que nos particulariza y encierra en el recortado ámbito de sólo lo que es y significa esa concreta situación.
El placer nos abre a un mundo menos personalizado y más diversificado. El dolor, en su clausura, nos interpela acerca de nosotros mismos y de nuestra vida--también acerca de la vida en general--, y al perdurar esa interpelación--que reclama una respuesta--nos abre a una realidad más desconocida y habitualmente silenciada: la de nuestro cuerpo como límite de nuestro yo, como lugar ignorado que, sin embargo, nos acompaña a todas partes.
De ordinario, se admite que siendo nuestro cuerpo el compañero inseparable que a todas partes nos acompaña (una realidad enormemente próxima a nosotros), debería sernos mucho más familiar y conocido. Pero la realidad es muy distinta, puesto que somos viajeros que caminamos con nuestros compañeros los cuerpos, sin apenas intercambiar con ellos alguna que otra palabra.
Precisamente es el dolor, en muchas ocasiones, el que rompe este silencio y toma la iniciativa en el diálogo que se interrumpió, allá lejos, hace quizá mucho tiempo, al filo de otra experiencia dolorosa.
En Medicina se ha definido la salud como el silencio de los órganos, como un vacío de sonidos corporales que hace que la corporalidad se sienta más ligera y volátil, una realidad muy próxima pero casi ingrávida. En oposición a la salud, la enfermedad proclama la presencia del cuerpo, como una de las formas privilegiadas en que éste se nos hace presente, reclamando la atención, que casi siempre le hurtamos. El dolor viene a recordar al hombre lo limitado de su ser, proyectándole hacia sí mismo, haciendo que se tome a sí propio como la más importante de las tareas, mientras se hinca la atención en la carne dolorida.
Con el dolor la vida se reviste de angulosidades y relieves. Por eso, el miedo al dolor-- antes de que éste haga su aparición--se alimenta de la fantasía, de una fantasía ahora encarnada, que teme que suceda lo peor.
Hay en el miedo al dolor una especie de presentimiento que preanuncia otros modos de vivirse la corporalidad. Acontece aquí algo parecido a lo que sucede con el pensamiento mágico. El hombre primitivo considera que sus temores irracionales hacia algún objeto no sólo alejan ese objeto, sino que lo atraen y aproximan.
El temor vago se agiganta y metamorfosea en fobia para devenir, otras veces, en obsesión cristalizada y persistente. El miedo al dolor físico puede también deslizarse en la corporalidad y encarnarse allí como un sentimiento parásito y obsesionante. Ciertas preocupaciones hipocondríacas pueden ser comprendidas por esta vía. Cualquier pequeño sentimiento corporal resuena como un eco amenazante en la amplia orografía de la vitalidad. La existencia se torna plomiza, pesada, preocupante. La conciencia se agiliza y afila, mientras la atención anda a la escucha de cualquier sonido corporal. Todo es fuente de preocupación, de problematización, a la vez que se abandonan las ocupaciones de siempre. Rendir o no en el trabajo profesional ya apenas si interesa. Los proyectos se posponen y pierden sus ímpetus primeros. El claroscuro y la pesadumbre acaban por adueñarse y enseñorear el horizonte en el que debe desplegarse la existencia personal, cercándola con sus cadenas de zozobra y desánimo.
El miedo al dolor asfixia la vida, la empobrece y la degrada a un mero como si la vida fuera insufrible, que andando el tiempo, puede hacerse realmente insufrible, penosa e insoportable.
El placer disuelve la autoconciencia, la anestesia y entontece con su melodía de sensaciones caleidoscópicas. El dolor, por el contrario, la despierta y agiliza, haciéndola penetrante y sutil, siempre que aquél no tenga una intensidad desorbitada. El dolor es el banco de pruebas de la existencia humana, el fuego de la fragua donde, como los buenos aceros, ennoblecerse y templarse el hombre. Y, sin embargo, para los hombres frágiles y pusilánimes, el dolor puede ser ocasión de su desmoronamiento definitivo.
El dolor nos hace auténticos y nos singulariza: el placer nos hunde en el anonimato del igualitarismo hedonista y colectivista. Y..., sin embargo, el médico debe ahorrar al enfermo, siempre que pueda, el sufrimiento que esta experiencia comporta. Pero en aquellas ocasiones en que los tratamientos resultan impotentes, el médico está también obligado a poner en las alforjas del peregrino doliente un poco de ese bálsamo que, aliviándolo, le ayuda a encontrar un sentido para su dolor.
El dolor es una cuestión que interpela a cada persona de un modo singularísimo, cuestionándole acerca de lo que hace con su vida, hacia qué meta se dirige, a qué destina su vivir, en una palabra, si su trayectoria personal va hacia el fin que se había propuesto y estaba persiguiendo.
El sufrimiento, lamentablemente, está muy extendido en el mundo. El sufrimiento resulta algo inevitable en cada vida humana; antes o después, en la vida de cada persona se concita la experiencia del dolor. Ningún hombre puede zafarse de la experiencia del sufrimiento. Por muy egoísta que se sea y por bien programada que se tenga la vida, nadie puede escapar del sufrimiento. Los que tengan la dicha de no haber sufrido nunca hasta ahora recuerden que basta con sólo dejar que transcurra un cierto tiempo. De una u otra forma, todos acabamos por ser hombres dolientes.
De otra parte, uno de los problemas que impiden a algunos hombres ser felices es que no se soportan a sí mismos qua talis, en cuanto tales. En otros casos, no nos aceptamos en este o aquel defecto que tenemos. Es relativamente frecuente oír afirmaciones como las siguientes: Yo no me acepto a mí mismo, porque a veces tengo un carácter muy fuerte o no me tolero a mí mismo, por ser un mal jugador de fútbol o no me aguanto a mí mismo, porque soy muy tímido o no soy muy listo o soy muy alto, o....
En pocas ocasiones somos el que deseamos ser. Habitualmente el hombre anda como habiendo amputado lo mejor de sí mismo, comportándose de forma tan extraña para sí como para los demás. Apenas si realizamos lo que ambicionamos. Muchos ni siquiera aman como quisieran. Algunos jamás han dicho lo que querrían decir y no precisamente por falta de auditorio. Con atinadas y penetrantes palabras expresa y califica Rilke esta situación al afirmar que nadie vive su vida. Los hombres son casualidades... Habla su máscara, mientras calla su rostro... Cada uno trata de librarse de sí mismo como de un sepulcro que le odia y le retiene.
No parece sino que tratar de coincidir con las propias aspiraciones sea una empresa inalcanzable. De otra parte, está la insatisfacción causada por la reiterada y velada presencia del anhelo de perfección con la que a menudo comparamos los mediocres resultados conseguidos.
La vida propia se experimenta como si fuéramos sus autores, pero, al mismo tiempo, como si fuéramos meros espectadores de lo que allí acontece. Tenemos la extraña facultad de medir nuestra vida con el rasero de otras.
Muchas personas en la actualidad hacen lo que no quieren y tal vez quieren lo que no hacen o posiblemente imaginen querer o deseen hacer lo que otros parece que quieren. En el fondo, unos y otros parece que ni siquiera saben ya lo que quieren. Tal vez lo que determina finalmente su toma de decisiones es el deseo de imitar lo que los demás hacen (conformismo) o secundar dócilmente y realizar sólo aquello que los demás quieren que realice (totalitarismo).
Es probable que una persona que se comporta de esta forma descubra, años más tarde, la inutilidad de su existencia. En el fondo, su existencia estaba vacía mucho tiempo atrás, antes de que lo descubriera, puesto que las opciones por las que se decidió en ningún caso comprometieron, como sería de esperar, su libertad personal, siendo más bien irresponsables. A esa falta de contenido de la propia vida es a lo que Frankl ( 1988) denomina vacío existencial.
Algunos hombres sienten nostalgia de la opción no elegida. de lo que acaso sacrificaron, a pesar de en ello reconocerse, mientras consideran que nada les dice lo que hasta ahora han alcanzado. En cada persona conviven dos vidas distintas, en la que una juzga a la otra, mientras el hombre comprueba y se duele de la enorme distancia que las separa. En unas circunstancias como éstas, es lógico que haya personas que se reprochen y culpabilicen con aquellas palabras que Saint-Exupéry pone en boca de uno de sus personajes: Quise una vida que no he comprendido muy bien, una vida no del todo fiel.
Así no se puede ser feliz, sino que muy posiblemente haya que consultar con cualquier psiquiatra. Así se acaba por ser un neurótico. De aquí, que para ser feliz haya que, inicialmente, aceptarse a sí mismo. A partir de aquí, la felicidad resultará una tarea probablemente difícil, pero al menos se han sentado las bases desde las cuales hay una cierta probabilidad de alcanzarla. La aceptación de sí mismo es de vital importancia.
No se olvide que a la llegada a este mundo, ya en el momento de nacer, el hombre trae consigo una cierta perfección --la perfección inicial--, la de su ser. Si no se acepta esa perfección inicial que cada uno es, resulta imposible que en la práctica seamos felices, porque no nos aceptaremos como quienes somos y no desarrollaremos esas perfecciones iniciales en que consistimos.
Lo primero que hay que hacer es aceptarnos como somos, a la vez que no nos conformamos enteramente con ello, sino que luchamos por acrecentar, valorar y desarrollar todo lo bueno que hay en nosotros. Esa perfección inicial no es del todo perfecta, sino que está abierta a su crecimiento y desarrollo. Esto quiere decir que en el momento inicial no está desarrollado en todas sus posibilidades. La tarea de desarrollar esas perfecciones, con las que el hombre llega a este mundo es, precisamente, lo que hace que su vida sea interesante para sí mismo y lo que le permite llegar a ser feliz. La vida como proyecto es lo contrario de la vida que se ha devenido ininteresante para el hombre. En esto último consiste precisamente el aburrimiento.
Si ese desarrollo no lo hacemos, estamos robando a nuestro propio ser las potencialidades perfectibles que tenía y estamos hurtando también a la comunidad, porque estamos renunciando a algo que era un bien para todos los demás: el bien de nuestra perfección que es participable y comunicable a los otros. De aquí que cuando no luchamos seriamente por la perfección podamos incurrir en cierta negligencia. Y si esa omisión es negligible, tal vez sea punible y, hasta cierto punto, culpable y castigable.
El hombre está llamado a ser lo máximo que pueda y deba ser, para así hacer felices a los demás. Si nos conformamos con sólo la perfección inicial y no combatimos, mediante el propio cambio y la propia transformación para conseguir la perfección final que ha de operarse en nosotros, nunca seremos felices.
Las trayectorias de la felicidad consisten, sintetizándolo mucho, en atreverse a ser cada uno quien es, para llegar a ser mejor de lo que se es, aun cuando en ese intento se tenga que sufrir.
Por contra, con la no aceptación, con el rechazo de lo que uno es, no sólo el sufrimiento personal está garantizado, sino también un cierto desprecio por los que nos rodean, lo cual, obviamente, incrementa la presencia del dolor en el mundo. Por eso, en este punto estoy completamente de acuerdo con Kant, al afirmar que cuando un hombre tiene un por qué vivir, soporta cualquier cómo. Cuando un hombre tiene un por qué vivir (algo que da sentido a su vida: desarrollarse, autorrealizarse, vivir una vida en plenitud, tratar de ser perfecto, conquistar la felicidad), tolera cualquier cómo (el dolor, la ansiedad, la irritabilidad, el sufrimiento psíquico, etc.). El mejor sendero para enfrentarse al dolor arranca de la propia aceptación personal --con todo lo que ésta tiene de limitaciones y déficit, de expectativas y posibilidades--y de encontrar un por qué vivir, de manera que la vida se realice en toda su plenitud y la persona llegue a ser dichosa.
Lo propio del vivir humano no es estar cerrado en el tiempo presente, sino anticipar. Lo propio de la vida es la anticipación de lo que todavía no es, pero puede llegar a ser. La vida es anticipación. Por muchas que sean las tensiones a las que nos vemos sujetos, vivir es pretender. No sólo tender hacia una cosa, sino pretender. El hombre está siempre, de alguna forma, en la pretensión. La vida es pretensión. La vida es también, en cierto modo, pre-vivencia. En este momento estamos viviendo una determinada realidad, pero tenemos también otros planes y proyectos que ahora no pueden cumplirse y que, sin embargo, previvimos porque, no siendo aún, los anticipamos.
La vida es también propuesta. La vida del hombre no se limita a sólo responder ante cosas, ante situaciones, ante estímulos. Eso constituiría una mera respuesta. Cierto que muchas de nuestras conductas diarias son meras respuestas. Así si hace calor, respondemos sudando. Pero lo específico de la vida humana no es sólo emitir respuestas. Lo específico de la vida del hombre es tener propuestas, esbozos apenas apuntados del modo en que más tarde nos conduciremos. Nuestra conducta ha de transformarse en propuesta ante la cual uno mismo pueda responder.
Así pues, la conducta del hombre estriba más en una cierta inquietud, en anticipar cosas a las que un día llegar a responder, que en, simplemente, responder. Si solamente respondiéramos a los estímulos del medio, seríamos unos respondentes, o acaso unos respondones, y poco más. Una persona que agota su repertorio de conductas en sólo responder es una persona que ha sacrificado su libertad, que ha hecho de ella un holocausto en el altar de la nada. Porque compromete su libertad en responder sólo a lo que le llega, pero no en hacer que le llegue aquello a lo que quiere responder como él quiere, de manera que consiga hacer que haya lo que todavía no había. En esto reside también la libertad humana: en hacer que haya lo que todavía no había.
Desde este horizonte, hay que afirmar que el dolor, en tanto que dolor, casi no se puede prevenir, pues llega cuando quiere. Pero, al mismo tiempo, en tanto que cada hombre que sufre ha de responder a él--y de un modo personalísimo , he de afirmar que el dolor sí que puede prevenirse. No es posible la prevención del dolor, pero sí la respuesta que demos al dolor.
Cada persona tiene su trayectoria biográfica: la que él quiere o la que las circunstancias, si él no quiere elegir, le marquen, es decir, lo que el flujo estimular suscite en su organismo. Si el hombre no elige qué respuesta va a dar cuando el dolor le alcance, si no se atreve a elegir. muy probablemente la vida o las circunstancias decidan por él: no la vida en general, sino las circunstancias. En un caso así, la persona finalizaría siendo apenas una persona-estímulo-dependiente, una persona circunstanciada, que no teniendo ninguna propuesta personal que hacer, se conforma con refugiarse en la pasividad de quienes se resignan a ser parasitados por las circunstancias y lo que éstas determinan, sin que ni siquiera hayan sido por ella buscadas.
En la vida humana se puede hablar de sufrimiento o felicidad, porque la persona es libre. Y, como tal, lo propio del hombre es anticipar lo que todavía no es y futurizar, desde hoy, lo que llegará a ser. Eso es lo propio del hombre. La temporalidad humana es así. Las trayectorias biográficas serán de sufrimiento o felicidad, según el proyecto que cada hombre hace con y de su vida. Hay personas que tienen como proyecto de vida no hacer ningún proyecto. Eso también es un proyecto, sólo que demasiado pobre, sencillamente porque en un proyecto así el hombre no se autoproyecta en lo que proyecta. Más bien, las personas que así se comportan también se están proyectando hacia el futuro, pero eligiendo la nada. En realidad, quedan a merced de la pura determinación de sus circunstancias. Un proyecto como éste es un proyecto muy pobre y casi miserable: algo muy poco humano y equívoco, al instalarse en la circunstancia que mejor prepara para el aturdimiento.
Es también el proyecto que menos se compromete con la libertad, el que menos arrastra y vincula a la personalidad y el que peores consecuencias genera.
Estamos en una cultura en que el sufrir tiene mala prensa y, a lo que parece, no se cotiza en bolsa. Hoy el dolor no es un valor. Sufrir hoy es un disvalor. Algo que no interesa, que no conviene, algo de lo que es mejor no hablar. Ese miedo al dolor se avizora muy bien desde la consulta de un psiquiatra, allí donde el dolor pierde su nombre y se transforma en incomprensión, vejaciones y humillaciones sin cuento. En ese escenario privilegiado puede observarse una buena parte del sufrimiento del hombre actual, de muchas personas que, por otra parte, en algunos aspectos valen más que los que no son pacientes psiquiátricos. Algunos de ellos, sin embargo, han sabido tener la grandeza de asumir sus sufrimientos, sin siquiera mendigar la limosna de la comprensión. Y, sin embargo, están allí. Hay en esas personas mucho sufrimiento--una razón más para que no se les vea bien o se les rechace socialmente--y, en consecuencia, se les hace el vacío. En realidad, el tema del sufrimiento --a pesar de su inevitable realidad lacerante--muy pocos se lo plantean hoy y, cuando nos lo planteamos, es casi siempre porque estamos forzados a atravesar por esa experiencia. Quizás por eso, cuando el dolor sucede a otro, probablemente no nos interese considerarlo.
Junto a esta algofobia social, a ese temor social al dolor. hay también lo que se podría llamar el sufrimiento inútil. Hay personas que sufren como consecuencia de la estulticia de su comportamiento. Han optado por elecciones que muy probablemente acabarán en el sufrimiento. En estos casos es deber del médico tratar de enseñarles para que, en lo sucesivo, elijan mejor. De lo contrario, si se empeñan en seguir haciendo lo que hasta ahora han hecho, es muy probable que continúen sufriendo de una forma absurda e irracional. En esto sí que cabe hacer una cierta prevención del dolor y del sufrimiento del hombre.
Siguiendo a Frankl ( 1990), pueden distinguirse dos formas de enfrentarse al sufrimiento. De una parte, la del homo faber, es decir, la que corresponde exactamente a lo que hoy se denomina una persona de éxito, que sólo conoce dos categorías y sólo piensa y se mueve por ellas: el éxito y el fracaso. Son personas que llenan de sentido sus vidas produciendo.
Una persona así, ¿cómo podrá soportar la vida, cuando a causa del sufrimiento que experimenta, aparentemente, ni siquiera se le conceda la posibilidad de tomar las riendas de su propio destino? En tal caso --cuando ya no es posible acción alguna--, parece lógico que el homo faber se desespere ante el sufrimiento --un objetivo éste con el que no había contado en su proyecto vital--y renuncia a seguir viviendo. Estos pacientes también llegan hoy al psiquiatra--y tal vez más frecuentemente que antes--, en busca de consuelo y ayuda.
De otra parte, nos encontramos con el homo patiens, aquel que, por el contrario, ha optado por actitudes valiosas, en lugar de perseguir valores sólo productivos. Frente al homo faber--para quien el triunfo del homo patiens le parece necedad, absurdo y escándalo--, este segundo tipo de persona percibe el mundo de los valores como realización personal.
El homo patiens es consciente de que puede realizarse hasta en el fracaso más rotundo y en el descalabro más extremo. Para el hombre doliente el no desesperarse constituye ya un modo de realización. Así, puede llevar una vida con sentido a pesar del aparente fracaso. Y es que el sufrimiento alberga muchas posibilidades de sentido: un rango de valor muy superior al que ofrece el producir. El hombre doliente hace suya la afirmación de Goethe de que no existe ninguna situación que no se pueda ennoblecer o por el actuar o por el soportar.
En el ámbito clínico, el conocimiento de las anteriores actitudes frente el dolor tiene una gran relevancia. El homo faber suele responder al sufrimiento o rebelándose con odio--por falta de sumisión--o renunciando a la lucha--por falta de coraje--. En cualquier caso, no acepta lo que le sucede y, sobre todo, no saca de ello ningún provecho.
Por el contrario, el hombre doliente encuentra en el sentido de su sufrimiento no sólo una dignidad ética, sino además una dignidad antropológica, que es lo que le realiza personalmente. El hombre doliente descubre en el sufrimiento la posibilidad del sacrificio voluntario, donde se le revela la esencia de la persona.
En cambio, la obsesión por escapar del sufrimiento a toda costa agudiza la enfermedad. Algunos pacientes hacen depender la curación del hecho de liberarse de la neurosis. Pero, como asegura Frankl (1990), no es la libertad de la neurosis lo que nos convierte en auténticos, en hombres que conocen la verdad o que incluso se deciden por ella, sino que es la verdad la que nos hace triunfar sobre la tragedia que forma parte de la esencia de la existencia humana y, en este sentido, la verdad nos libera del sufrimiento, mientras que nuestro simple estar libres del sufrimiento no sería capaz ni mucho menos de acercarnos a la verdad (pág. 238).
Baste recordar aquí que el hombre no es libre frente a la verdad, sino que es la verdad la que le hace ser libre. Por eso nada tiene de particular que la cura de almas se haya mostrado en ocasiones como algo muy eficaz para la aceptación del sufrimiento. Porque, cuando la solicita el paciente, la dirección espiritual comprensiva y exigente, paciente y estimulante constituye una poderosa ayuda para el encuentro con uno mismo, con lo más recóndito de la propia intimidad.
Es ahí precisamente donde tiene que hacerse la luz en estos pacientes para que emerja la verdad, el principio al que ajustar la propia vida. Sólo cuando se vive en la verdad--sin enmascarar u ocultar lo que realmente se es--, es decir, cuando descubrimos lo que somos y lo que debemos hacer con nuestras vidas, sólo entonces comenzamos a ser libres. Desde esta perspectiva, vivir en verdad constituye además una excelente medida preventiva contra la neurotización del sufrimiento humano.
Afrontar verdaderamente el dolor es aceptar un despojo ilimitado, prestarse a una terrible transformación, arrojarse a fondo perdido a una nueva existencia, renunciar a las posesiones y costumbres para confiarse a lo desconocido.
El dolor y la muerte pertenecen al misterio del hombre; ambos se encuentran íntimamente entrelazados con su condición y con su destino. En el sufrimiento, el hombre experimenta la paradoja de su limitación, de forma particularmente evidente e intensa. En cierto sentido, el hombre doliente experimenta con más densidad una faceta de su ser--la finitud-, a pesar de que en su interior continúe sintiendo la llamada a la felicidad, la grandeza de su dignidad, el saberse superior al entero universo material. El hombre que sufre se encuentra en un momento especialmente importante de su vida, un momento en el que, a la luz de esa experiencia, puede comprender, con luces nuevas, la distinción que es preciso hacer entre lo verdaderamente importante y lo que no lo es.
Esto hace precisamente que el dolor humano no pueda compararse con el dolor de los animales. El hombre sufriente puede sentirse exiliado en su dolor; el animal, no. Pero puede también aceptarlo, asumirlo e incluso quererlo, características que jamás pueden concurrir en el caso del animal. Por eso no tiene ningún sentido que se alcen voces tratando de igualar en este punto al hombre con los animales.
La polémica, por parte de algunos, rebasa los límites de lo que sería razonable y se muda aquí en irracionalidad. Autores como Singer (199()) se obstinan en afirmar que la aplicación del principio de igualdad exige que se valoren con el mismo patrón los sufrimientos iguales padecidos por las diversas criaturas, al margen de que pertenezcan a la especie humana o a otra especie animal. Rollin (1981) llega a defender el derecho de
los animales, por el solo hecho de vivir y tener funciones e intereses. Regan (1983), por su parte, deriva estos presuntos derechos asignados a los animales de la obligación natural humana de respetarlos.
El Frente de Liberación Animal británico ha llegado mucho más lejos, al perpetrar recientemente un atentado, que se cobró una vida, contra dos científicos ingleses, por el hecho de experimentar con animales. Nada de particular tiene que The Times haya calificado a estos atentados de zoolatría y fascismo verde.
En esta polémica hay también argumentos más racionales. Así, por ejemplo, los de Cohen ( 1988), profesor de Ética en la Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan, quien sostiene lo que sigue: La posesión de derechos presupone un estatuto moral del que carecen la mayoría de los seres vivos (...) En nuestro trato con los animales pocos negarán que al menos estamos obligados a actuar humanamente (...) Pero tratar humanamente a los animales no es tratarles como si fueran humanos o titulares de derechos.
Otra cosa muy diferente es que el hombre respete y cuide a la naturaleza y a todos los seres como corresponde al puesto que ocupa en el mundo, como corresponde al hecho de ser persona. Pero eso en modo alguno nos autoriza a igualar el sufrimiento humano y el dolor de los animales.
Entre estas diferencias sustanciales entre el hombre y el animal en lo que atañe al dolor, he de citar aquí la del sentido del dolor. En efecto, el hombre es esencialmente un ser que se interroga, que cuestiona, un ser para el que no todo acontece necesariamente.
El hombre es un ser empeñado en la búsqueda de un sentido del logos. Ayudar al hombre a encontrar ese sentido es un deber del médico y, especialmente, del psicoterapeuta. Hoy, como ayer, el hombre que no encuentra un sentido a su vida se hunde en el vacío existencial. Este es el diagnóstico que viene sosteniendo ininterrumpidamente Frankl (1988) a lo largo de medio siglo.
Cuando un hombre no encuentra sentido a su vida, a causa de lo que sufre, es posible que satisfaga esa primaria y elemental necesidad de entregarse a la .satisfacción de otras necesidades jerárquicamente más bajas (sexo, alcohol, drogas, etc). A lo que parece, de lo que toda persona humana tiene necesidad es de encontrar un sentido para su propia existencia. Pero el modelo antropológico que pone de manifiesto esta necesidad primordial, ha sido sistemáticamente ignorado por el hombre de nuestro tiempo.
Preguntarse por el sentido de la vida, por su valor, no es una manifestación sintomática de que el hombre esté enfermo, como pensaba Freud. El hombre--escribe Frankl, 1988--, al interrogarse por el sentido de la vida, más que eso, al atreverse a dudar de la existencia de tal sentido, sólo manifiesta con ello su esencia humana (...); tal pregunta no es la manifestación de una enfermedad psíquica, sino la expresión de madurez mental, diría yo. En la sociedad de la abundancia, el estado de bienestar social prácticamente satisface
todas las necesidades del hombre; hasta algunas necesidades en realidad son creadas por la misma sociedad de consumo. Sólo hay una necesidad que no encuentra satisfacción y ésa es la necesidad de sentido en el hombre, ésa es su 'voluntad de sentido', como yo la llamo.
Precisamente es esto lo que hace que el dolor pueda contribuir al perfeccionamiento de la persona, pues le ayuda a preguntarse por el sentido de su vida y, de esa forma, puede colaborar a la felicidad personal.
La búsqueda de placer recorre hoy senderos, antiguamente muy poco transitados— que comportan un cierto riesgo. Este es el caso de la voluntad de prestigio, un sucedáneo de la voluntad de poder de antaño, que ahora se formaliza como éxito profesional. Y con la búsqueda del prestigio, la voluntad de tener la mayor cantidad de dinero posible (making a lot of money). Como si el tener más hubiera de dar inevitablemente un mejor sentido al hombre que sufre.
Obviamente, el placer, el dinero, el éxito y el tener son como los cuatro puntos cardinales que constituyen el mapa de referencias, la carta de navegación que aparentemente toman algunos jóvenes contemporáneos para, erróneamente, tratar de encontrar un sentido a sus vidas, para conducir a un puerto seguro sus personales trayectorias biográficas. Con estos pseudovalores se ha vertebrado un modelo antropológico exitoso --el yuppy--que, lamentablemente, hoy tratan de imitar ciertos jóvenes universitarios.
Pero el protagonismo de ese modelo es incompleto. Se silencia o se oculta el abismo final en el que terminan algunos de los que siguieron esta trayectoria: el complejo o debilidad en que se sumergieron las personas exitosas que sacrificaron el sentido de su vida y la lealtad a él, a cambio de obtener un mayor éxito, más poder económico o más placer. Por este sendero no se entiende cómo el hombre puede alcanzar un sentido para su dolor. En realidad, el sentido del dolor es consecuencia del sentido de la vida que se tenga; en cierto modo, el sentido del dolor remite y se resuelve en el sentido de la vida.
¿Tiene sentido la experiencia de encontrarse existiendo? La experiencia de encontrarse existiendo --algo de lo que se ha venido ocupando Arellano (1991)--revela un acontecimiento absoluto: aquello por lo que se me da todo lo que se me da, de manera que sin ello no se me da nada por ningún otro acontecimiento.
La situación de encontrarse existiendo, cuando uno no tiene en sí la razón de su origen ni la razón de su término, permite alcanzar, por nuestra autoconciencia, el hecho de la donación de nuestra propia existencia. Más aún, el mismo hecho de encontrarse existiendo también me ha sido dado e inicialmente tampoco me pertenece, es decir, no es mío, aunque erróneamente lo pueda considerar como lo mío. La autoconciencia de este acontecimiento absoluto permite encontrar sentido a la vida del hombre, porque la defiende de cualquier enajenación o posible extravío. Esa misma radicalidad de la autoconciencia de encontrarse existiendo puede constituirse en la fuente que da sentido a la propia vida, puesto que la encamina a estar permanentemente dispuesta a darse a sí misma.
En este juego incesante de la aceptación de lo dado--el dolor también nos ha sido dado--y de la permanente disponibilidad del darse--que es tanto como el hecho de aceptarlo--es donde emerge la experiencia de la libertad y la misma libertad humana. Este juego es el que en verdad autorrealiza al hombre que, en tanto que aceptante/donante de sí mismo --y de los sufrimientos que acompañan el iter que es su vida--, está siempre y prontamente dispuesto a la solidaridad, sin caer en la seducción ni en la fascinación de tomarse lo dado a sí mismo como algo propio que le perteneciera.
En mi opinión, en esto consiste el sentido de la vida y del sufrimiento. Como escribe Frankl (1988), el hombre, en último término, puede realizarse sólo en la medida en que logra la plenitud de un sentido fuera en el mundo, y no dentro de sí mismo. En otras palabras, la autorrealización se escapa de la meta elegida en tanto se presenta como un efecto colateral, que yo defino como "autotrascendencia" de la existencia humana. El hombre apunta por encima de sí mismo hacia algo que no es él mismo, hacia algo o alguien, hacia un sentido cuya plenitud hay que lograr o hacia un semejante con quien uno se encuentra.
Es posible que el cínico considere insustancial la búsqueda de significado al sufrimiento. Pero ya nos hemos ocupado, líneas atrás, del vacío al que conduce el hecho de no encontrarle sentido al dolor.
De otra parte, nunca se ha reflexionado bastante en este hecho fundamental: el hombre ha obrado siempre como si algo superase en valor a la vida humana. Consciente o inconscientemente, se compara sin cesar la vida con la verdadera vida, la voluntad querida con la voluntad queriente, los objetos particulares con la radical ansia de infinito. Estas peculiaridades, que pueden avizorarse en la vida de cada hombre, confirman la necesidad de encontrar un sentido para el sufrimiento y para la vida toda.
Solzhenistsin (1971), en una de sus obras, pone en boca de un moribundo las palabras siguientes, que confirman lo que acabo de decir: A veces siento con tanta claridad que lo que hay en mí no es aún totalmente mío. Hay algo muy muy indestructible, algo muy muy alto. Algo como una esquirla del Espíritu universal. ¿No lo notáis?
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