Presentada en el Festival de Venecia, la película —dirigida por el cineasta español Alejandro Amenábar— en una secuencia ridiculiza «la intervención y las palabras de un sacerdote, también él tetrapléjico, metiéndole en los esquemas teóricos, siempre exigentes, de la moral católica, olvidando que ésta pide ser vivida con fe y amor», según constató «Radio Vaticana».
En esta entrevista, Luis de Moya (Ciudad Real, 1953) recuerda el encuentro que tuvo con Ramón Sampedro y se sumerge en la cuestión de la eutanasia desde su condición de tetrapléjico a raíz de un accidente que sufrió hace más de 13 años. Médico y sacerdote, se ha encargado de distintas capellanías universitarias en la Universidad de Navarra, una labor a la que sigue dedicándose con las limitaciones propias de su estado.
Si esa situación verdaderamente cómica —que desata la carcajada unánime de la sala—, en la que un supuesto sacerdote jesuita se desgañita —del modo menos razonable posible—, tratando de convencer a un tetrapléjico de su error, fuera una invención de Amenábar, se podría considerar razonable en una película como tantas, que ni pretenden ser históricas ni, mucho menos, recordar un hecho muy conocido que, como es el caso, afecta en primera persona a miles de individuos del país.
No es científicamente imposible, desde luego, que a Ramón Sampedro lo visitara en una furgoneta un jesuita tetrapléjico acompañado de unos jóvenes y que el tenor de lo sucedido fuera tan ridículo como se muestra en la película. En mi opinión, sin embargo es una falsedad, y cómo me gustaría equivocarme por el bien de Alejandro Amenábar. Lo digo porque yo, que no soy jesuita, sino que pertenezco al Opus Dei, y bien lo sabía Ramón Sampedro, sí le visité junto a otras personas desplazándome, como siempre, en mi furgoneta, y tampoco pude subir, como el jesuita, hasta la habitación del enfermo.
Por lo demás, lo que en realidad sucedió es una anécdota contada y publicada por mí en numerosas ocasiones, sobre todo a raíz de la muerte de Ramón Sampedro. Aquél fue mi último contacto con él.
Para cuando tuve la oportunidad de ir Galicia, hacía ya años que nos conocíamos, aunque siempre de modo indirecto, en los medios, por correo o todo lo más en alguna conversación telefónica. En todo caso, ambos teníamos ya un conocimiento bastante preciso de nuestros respectivos puntos de vista sobre la vida y acerca del sentido de la vida en nuestra particular situación.
Mi visita pretendía ser, y de hecho lo fue, de absoluta cordialidad. Hablamos por teléfono a primera hora de la mañana, concretando la cita, en un tono más que amable por su parte, y me aventuré a la visita aún con la duda de si lograría entrar donde él estaba.
Aprovechaba yo una mañana libre en Santiago [de Compostela. Ndr]. Por la tarde tenía la ponencia en el congreso, motivo de mi viaje: «El valor del sufrimiento» (Cf. www.fluvium.org/textos/documentacion/dol0l.htm) .
El caso de Sampedro, que se negaba a utilizar la silla, es verdaderamente insólito como saben de sobra las personas que tienen alguna relación con el mundo de los lesionados medulares. Especialmente insólito además teniendo en cuenta el nivel de lesión —siendo tetrapléjico muy favorable— con el que quedó después de su accidente. Ramón tenía una interrupción medular a nivel C-7, según el mismo me confirmó de palabra. Baste decir que con esa lesión, de haber querido, podría haber conducido un coche, como hacen otros muchos.
Me parece que a Ramón Sampedro no le faltó el apoyo humano. Recibió una atención exquisita de su familia, de modo particular por parte de Manuela, su cuñada. Y así se lo manifesté a ella por carta, admirado del buen aspecto del enfermo después de tantos años de evolución.
Pero la decisión de la vida es siempre del sujeto y, no pocas veces, totalmente al margen de influencias, apoyos o estímulos. Pero, ¿Ramón Sampedro —entonces— era una persona normalmente equilibrada? Él decía que sí. Algunos especialistas, sin embargo, lo ponen en duda.
Es indudable —me parece que puedo decirlo con fundamento tras nuestros reiterados encuentros— que él pensaba demasiado, no sé si casi de modo exclusivo, en lo que había perdido. No es la movilidad, como es evidente, lo más noble y grandioso que tiene la persona. Lo que nos caracteriza en cuanto hombres no se pierde con el movimiento. Las consecuencias negativas de quedar tetrapléjico no disminuyen para nada la humanidad del sujeto ni quedan más lejos que antes, tras ese accidente fatal, los ideales de realización de la persona.
A mí me resultaba tan evidente ser el de siempre que, aunque era bien consciente de mis nuevas limitaciones y de la permanente necesidad de ayuda, no me sentía frenado en absoluto para plantearme objetivos, para exigirme en el rendimiento del tiempo, para incorporar algunos aprendizajes nuevos que me serían muy útiles en lo sucesivo. Este modo de proceder, como bien presuponía antes de ponerme a ello, me sigue haciendo ser feliz cada día.
A la luz de la fe, por consiguiente, para cualquier católico coherente, somos hijos de Dios. La certeza de nuestra filiación divina nos lleva a la persuasión de que jamás nos veremos en una situación imposible. Es más, cualquier momento y circunstancia de nuestra vida, puede y debe ser ocasión para amar a Dios y, por tanto, de verdadera grandeza personal y de alegría.
Como es lógico, hablo de coherencia, es decir, de vida de fe. De un comportamiento cotidiano que manifiesta que, en la práctica, Dios es lo primero y más importante según los criterios de la Iglesia Católica.
Me parece bastante evidente que no. Uno, si quiere, en cualquier momento puede acabar con su vida o, en su caso, inducir a que otros pongan fin a sus días. Sin embargo, no es igualmente razonable escoger esa opción a la de respetar la propia vida hasta su fin natural.
No sería razonable tampoco forzar las cosas para mantener la vida de un modo artificioso y precario a costa de utilizar medios desproporcionados en el caso. La vida humana está destinada de suyo a terminar el tiempo.
Sin embargo, siendo nuestra vida una realidad que nos trasciende —ninguno hemos decidido vivir ni vivir como personas— en su propia grandiosidad y misterio, se nos presenta de modo natural como una realidad merecedora del máximo respeto. ¿Quién soy yo para terminar con una vida? En todo caso, por así decir, para que no haya dudas se nos dijo: «No matarás».
Por razones «de humanidad» ayudo a morir, debo ayudar a morir, que no matar por evitar dolor. El dolor es algo unido de modo inevitable a nuestra existencia. Así, ayudar a morir supone acompañar, consolar, utilizar los calmantes apropiados, aunque en ocasiones sin pretenderlo lleguen a anticipar el momento de la muerte y, sobre todo, estimulando siempre a la esperanza con la convencida seguridad de una Vida mejor después.
En mi opinión parece muy claro que se utiliza su triste historia en un intento de trivializar la eutanasia y de ese modo preparar el terreno para su próxima legalización. No pienso invertir ni 1 euro en la película y recomiendo a los demás otro tanto, a menos que quieran invertir en la contemplación de una articulada y sentimental cascada de mentiras.
Administrar la muerte a voluntad del paciente pudiera parecer en una primera y superficial observación un acto de máximo respeto a su libertad. Eso sostienen bastantes partidarios de la eutanasia. Sin embargo, únicamente parece lógico que esté a nuestra disposición la vida animal. De hecho, tratamos al otro como a un animal cuando nos permitimos acabar con su vida (tanto da si es con su voluntad): como al típico caballo de carreras con la pata rota que ya no podrá ser nunca el mismo.
Y, a fin de cuentas, los deseos de alguien los consentimos sólo cuando son correctos, no en cualquier caso. Y desear morir a toda costa nunca será correcto.
No es eso lo que me preocupa. Los lesionados medulares, así como los discapacitados en general, tienen muy madurada su convicción acerca de la vida y de su sentido: la influencia de la película en ellos será nula.
Me preocupa más bien la influencia en la sociedad en general: en la gran mayoría de ciudadanos que, ajenos en principio al trance y al dolor de una vida terminal, imbuidos por la falsedad que empapa toda la historia que nos cuenta Amenábar, concluyan que la eutanasia es lo más razonables para casos como el de Sampedro.
Si la eutanasia se legaliza en España, me imagino que al poco tiempo surgirán centros «especializados» como en otros países. Serán, en fin, lo correspondiente en el caso del aborto a las clínicas tipo «Dator» (en Madrid. Ndr), en las que asimismo únicamente se producen muertes. «Profecías» acerca de estos centros tenemos ya desde hace años (Cf. www.muertedigna.org/textos/euta3_l.html ).
La inseguridad de los enfermos crónicos y de los ancianos que ya no pueden cotizar les llevará a huir a otros países, como hacen por ejemplo los holandeses. No olvidemos que está demostrado por estudios oficiales, concretamente en Holanda, que la tercera parte de las muertes por eutanasia se producen sin consentimiento del paciente. Existen estudios, como el del profesor José Miguel Serrano Ruiz-Calderón, de la Universidad Complutense de Madrid, «Eutanasia y vida dependiente», que demuestran el alto grado de desprotección ante la ley que padecen los que dependen de otros para vivir. Y esto por muy estricta que pretenda ser la ley.
Como contrapartida «favorable», aparte de la comodidad de no tener que atender al discapacitado, que podría echarse de menos en algún caso, está ante todo en el importante ahorro presupuestario de las pensiones que el Estado ya no tiene que pagar.
Son, en efecto, muchos los no creyentes con ideales humanos y con logros importantes en la vida. Sin embargo, el cristiano puede dar por su fe una relevancia muy singular a su contradicción y al plus de esfuerzo que le supone el solo hecho de vivir en sociedad. La persona de fe es capaz de contemplar la Cruz redentora de Cristo presente de modo singular en su vida y, por lo tanto, es capaz de valorar el sentido de su sufrimiento (Cf. «El valor del sufrimiento»). Lo del cristiano es el optimismo. Apoyado en el poder y bondad de su Padre Dios no tiene miedo a la vida ni miedo a la muerte.
Nos da miedo el dolor, inseparable de suyo de la vida. Querríamos una vida humana, para empezar, sin sufrimiento alguno y, a continuación, conformada al gusto de nuestras ocurrencias. Ese deseo de bien sensible es bueno, normal y connatural al hombre. La simple razón humana y más todavía la fe nos enseñan, sin embargo, que los bienes materiales no tienen capacidad para saciar a los hombres. Pero existe toda una corriente ideológica, bien conocida y dominante en amplios sectores de la sociedad, que nos repite de mil modos que basta con lo sensible si es a la medida del gusto personal para ser completamente feliz. Son también lógicamente los partidarios de la eutanasia.
Posiblemente nunca como hoy se habló tanto de amor y no sé si en otros tiempos se pudo ignorar más su genuino sentido. Cuando amor se identifica a efectos prácticos con sentimiento y placer; cuando todo sufrimiento es para evitar; cuando amor y sufrimiento serían incompatibles, contradictorios; entonces resulta imposible para bastantes entender aún hoy, como hace veinte siglos, la «locura» de Amor de «Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres». Así se expresaba san Pablo, como digo, hace 2000 años.
Pamplona, miércoles, 8 septiembre 2004 (www.fluvium.org ).
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