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Sobre la mortificación
Año Santo de la Misericordia
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Para muchas personas el sufrimiento es sinónimo de infelicidad. Huimos del dolor. Queremos una vida sin problemas y contrariedades. A eso le llamamos felicidad. Pero no nos la da.
Intentamos evitar el dolor pero, muchas veces es inevitable y entonces aparece la pregunta ¿qué hago con el dolor? ¿qué sentido tiene sufrir? Estas preguntas siempre nos golpean.
En esta vida, no podremos evitar el sufrimiento. Por una parte, porque nuestro cuerpo se forma en el dolor (enfermedades, heridas, lesiones, angustias, etc.).
El egoísta no sufre más que por sí mismo. Quien quiere servir a Dios y a los demás ama muchas cosas más que a sí mismo. Cuanto más se ama, más motivos hay para sufrir
Por otra, porque si amamos mucho, tendremos muchos motivos de dolor. La vida gana en profundidad tanto en la alegría como en el sufrimiento.
Estos sufrimientos se presentan muchas veces de improviso, crudamente. Después de hacer lo posible por evitar o remediar lo que nos duele ¿qué hacemos con el sufrimiento inevitable?
La mayor parte de nuestras penas son normales y llevaderas; en ocasiones pueden ser grandes; en todo caso, el olvido de sí es la mejor recomendación
Podemos unir al sacrificio de Cristo en la Cruz, los dolores, penas e incluso nuestra muerte.
El dolor es un signo más de que estamos de paso en esta tierra. Y un día, cuando Dios quiera, nos encontraremos con la muerte.
No es tampoco una realidad extraordinaria. Pero es una realidad difícil, porque repugna a nuestra naturaleza. Cuesta aceptarla. Es una señal de sabiduría recordar con frecuencia que hemos de morir, pero no hemos de angustiarnos antes de tiempo. La Iglesia tiene el sacramento de la Unción de los Enfermos para ayudarnos en el trance de las enfermedades graves y de la preparación para la muerte.
Dice el Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la encontrará”
¿A qué se refiere con esa Cruz? Nos responde San Agustín: «Esa cruz ¿qué significa sino la mortificación?».
«La mortificación –dice San Agustín– purifica el alma, eleva el pensamiento, somete la carne propia al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las tinieblas de la concupiscencia, apaga el fuego de las pasiones, y enciende la verdadera luz de la castidad»
Mortificación significa hacer morir; es decir, perder la propia vida, negarse a sí mismo.
El amor de Dios nos lleva a ver que nuestros pecados ocasionan la muerte de Cristo. Aquí nacen los deseos de reparar de algún modo. Hacer penitencia es ofrecer a Dios sacrificios por los propios pecados.
No hay nada que haga crecer más el amor, y que mejor lo demuestre, que el sacrificio.
No pensemos que este esfuerzo es algo extraordinario: debe ser normal en la vida cristiana. Muchas personas viven una auténtica mortificación por otros motivos: estar en forma, llamar la atención, etc.
La mortificación más grata a Dios es la que nos lleva a cumplir, por encima de nuestros gustos, nuestras obligaciones hacia Dios, hacia los demás y hacia la sociedad.
La penitencia que Dios nos pide se ha de concretar, sobre todo, en la infinidad de pequeños detalles que mejoran nuestro servicio a los demás y nuestra entrega a Dios.
Enumeramos algunos campos de sacrificio:
La mortificación es algo que nos hemos de tomar en serio. No es posible desconocer la exigencia con la que el Señor habla: “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo”
En la historia de la Iglesia tiene mucha tradición el ayuno. A partir del siglo III, hasta bien entrada la Edad Media, se ayunaba dos veces por semana, comiendo una sola vez, a la caída del sol. Ahora la Iglesia sólo nos pide ayunar dos veces al año.
Fuente: J. L. Lorda, Para ser cristiano.
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