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Sobre el amor, la paciencia y la humildad en la familia
Año Santo de la Misericordia
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La palabra «amor» es una de las más utilizadas, pero aparece muchas veces desfigurada. Por eso es valioso detenerse a precisar el sentido de las algunas de sus expresiones, para intentar una aplicación a la existencia concreta de cada familia.
La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira. Nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla
Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos. El problema es:
cuando exigimos que las relaciones sean celestiales
cuando exigimos que las personas sean perfectas
cuando nos colocamos en el centro
cuando esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad.
Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad.
El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un modo diferente a lo que yo desearía
Esta paciencia se afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo que yo esperaba.
El amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido de «hacer el bien». Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»
La «paciencia» no es una postura totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una reacción dinámica y creativa ante los demás. Por eso se traduce como «servicial».
De este modo nos permite experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir.
La envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio bienestar.
Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia
Acepta que cada uno tiene dones diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo.
El amor nos lleva a una sentida valoración de cada ser humano, reconociendo su derecho a la felicidad. Esta misma raíz del amor, es lo que me lleva a rechazar la injusticia de que algunos tengan demasiado y otros no tengan nada. Además es lo que me mueve a buscar que también los descartables de la sociedad puedan vivir un poco de alegría. Pero eso no es envidia, sino deseos de equidad.
Algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos. En realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al débil.
Quien ama sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro. El amor no es arrogante.
Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario, se vuelven arrogantes e insoportables.
La actitud de humildad es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad
La lógica del amor cristiano es: «el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor». En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio, o la competición para ver quién es más, porque esa lógica acaba con el amor.
También para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes».
Cuando una persona que ama puede hacer un bien a otro, o cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría, y de ese modo da gloria a Dios.
La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él
Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría.
Fuente: Papa Francisco, Amoris Laetitia
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