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La paz y el dominio de si
Año Santo
de la Misericordia
Colección +breve
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San Agustín escribía «la paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden»
Una de las notas de la personalidad madura es la capacidad de conjugar el despliegue de una actividad intensa con el orden y la paz interior. El orden, la coherencia, es un botín que vamos ganando en la batalla de todos los días.
Esta batalla no sólo tiene que ver con las cosas que manejamos y las tareas que llenan nuestro día, sino también con nuestro corazón. La coherencia del cristiano crece con el dominio de sí, el orden de la actividad exterior, el recogimiento interior y la prudencia
No se nos escapan los obstáculos que existen para alcanzar esta armonía interior. Sentimos una cosa y queremos otra, notamos que estamos divididos entre lo que nos apetece y lo que debemos hacer. Incluso puede llegar a parecernos que tampoco pasa nada por ser un poco incoherentes, lo que en el fondo denota un amor vacilante.
Como todos estamos expuestos a estas pequeñas desviaciones del rumbo, se trata de que seamos sencillos, y las corrijamos con perseverancia; así se evita el riesgo de acabar a la deriva en el alta mar de la vida.
El señorío de sí, también conocido como templanza, no es frialdad cerebral: Dios nos quiere con un corazón que sea «grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado»
Al poner orden en nuestro interior no se trata sólo de que nuestra inteligencia “domine” la imaginación y encauce la fuerza de los sentimientos y afectos: tiene que descubrir todo lo que estos compañeros de viaje pueden y quieren decirle.
Se trata de educar los afectos, de fomentar una sensibilidad por lo que es auténticamente bueno, porque responde a nuestro ser personal, con todas sus dimensiones.
El corazón abandonado al vaivén sentimental resquebraja la armonía de nuestra personalidad. También erosiona, a veces de modo importante, nuestras relaciones con los demás
La experiencia acumulada de siglos, también en los lugares adonde no ha llegado el cristianismo, muestra que los afectos y los instintos, sin control, pueden arrastrarnos como las aguas de una riada que siembra destrucción por donde pasa. Si nuestro espíritu no logra encauzar de manera estable esas fuerzas instintivas y afectivas de nuestra naturaleza, no puede tener paz ni sosiego: no puede existir vida interior.
Un paso importante para ser señores de nosotros mismos es el de sobreponernos a la pereza, que puede paralizarnos poco a poco.
También conviene estar atentos al otro extremo, el activismo desordenado. Madurez de la personalidad significa aquí ponderación, orden en nuestra actividad
Para que la vida no se nos lleve por delante, nos servirá tomar la iniciativa para planificar —sin cuadricularnos— dando prioridad a lo que debe estar en primer lugar y no a lo que surge en cada momento. Así evitamos que lo urgente se coma lo importante.
En nuestro día hay algunos momentos clave que podemos fijar de antemano: la hora de acostarnos, la hora de levantarnos, los tiempos que vamos a dedicar exclusivamente a Dios, la hora de trabajar, la hora de las comidas… Después está todo el campo de hacer bien lo que debemos hacer, con rendimiento, atención y perfección, es decir, con amor.
Quien es capaz de vivir dentro de sí, de recoger sus sentidos y potencias hasta sosegar el alma, desarrolla una personalidad más rica.
En el silencio, podremos escuchar la voz del Señor. Callar es hermoso; no es ningún vacío, sino vida auténtica y plena, si permite establecer un diálogo íntimo con Dios
Para no limitarse a nadar en la superficie de la vida, es preciso dedicar tiempo a pensar lo que nos ha pasado, lo que hemos leído, lo que nos han dicho, y sobre todo las luces que hemos recibido de Dios. Reflexionar ensancha y enriquece nuestro espacio interior.
La capacidad de recogimiento nos permite asentar cada vez con más profundidad los motivos que guían nuestra vida.
La prudencia, muchas veces, llevará a informarse bien antes de enjuiciar o tomar una decisión, porque con frecuencia las cosas no son como aparecen a primera vista.
La coherencia cristiana —fruto de una interioridad cultivada— nos pone, en definitiva, en condiciones de entregarnos a un ideal, y de perseverar en él
Antes que nada: pedir consejo a Dios: «no tomes una decisión sin detenerte a considerar el asunto delante de Dios». Así es más fácil un juicio ponderado, sin ceder a la ligereza, la comodidad, el peso de la vida pasada, o la presión del ambiente. Y tener la disposición de rectificar, si más tarde nos damos cuenta de que nos hemos equivocado.
Fuente: José Benito Cabaniña, Carlos Ayxelà
opusdei.org
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