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La realidad de la muerte es una realidad que nuestra civilización moderna tiende cada vez más a cancelar. Así, cuando la muerte llega nos encontramos no preparados.
No tenemos un «alfabeto» apto para esbozar palabras de sentido entorno al misterio de la muerte, que aun así permanece
Los primeros signos de civilización humana son transitados precisamente a través de este enigma. Podremos decir que el hombre ha nacido con el culto de los muertos.
Otras civilizaciones, antes de la nuestra, han tenido la valentía de mirarla a la cara. Era una realidad ineludible que obligaba al hombre a vivir para algo absoluto.
Recita el salmo 90: «Enséñanos a contar nuestros días para que entre la sabiduría en nuestro corazón». ¡Contar los propios días hace que el corazón se convierta en sabio! Palabras que nos llevan a un sano realismo, rompiendo el delirio de omnipotencia.
Así la muerte nos hace descubrir que nuestros actos de orgullo, de ira y de odio eran vanidad: pura vanidad. Nos damos cuenta con pesar de que no hemos amado suficiente y de que no hemos buscado lo que era esencial
¿Qué somos nosotros? Somos «casi un nada», dice otro salmo; nuestros días pasan rápido: aunque si viviéramos cien años, al final nos parecería todo un suspiro.
Vemos lo bueno que realmente hemos sembrado: los afectos por los cuales nos hemos sacrificado, y que ahora nos tienen de la mano.
Jesús ha iluminado el misterio de nuestra muerte. Con su comportamiento, nos autoriza a sentirnos dolidos cuando una persona querida se va. Él se turbó «profundamente» delante de la tumba del amigo Lázaro, y «se echó a llorar». En esta actitud suya, sentimos a Jesús muy cerca, nuestro hermano. Él lloró por su amigo Lázaro.
La muerte está presente en la creación, pero es sin embargo, una cicatriz que desfigura el diseño de amor de Dios, y el Salvador quiere sanarnos.
«No temas, solo ten fe». «¡No tengas miedo, continúa solo teniendo encendida esa llama!». Después, al llegar a casa, despertará a la niña de la muerte y la devolverá viva a sus seres queridos
En otro momento, los Evangelios cuentan de un padre que tiene la hija muy enferma, y se dirige con fe a Jesús para que la salve. Jesús sabe que ese hombre tiene la tentación de reaccionar con rabia y desesperación, porque la niña ha muerto, y él aconseja cuidar la pequeña llama que está encendida en su corazón: la fe.
Jesús nos pone en esta «cresta» de la fe: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». Es lo que Jesús repite a cada uno de nosotros, cada vez que la muerte viene a romper el tejido de la vida y de los afectos.
Somos todos pequeños e indefensos delante del misterio de la muerte. Pero, ¡qué gracia si en ese momento custodiamos en el corazón la llama de la fe! Jesús nos dirá a nosotros, a cada uno de nosotros: «¡Levántate, resucita!».
Toda nuestra existencia se juega aquí, entre el lado de la fe y el precipicio del miedo. Dice Jesús: «Yo no soy la muerte, yo soy la resurrección y la vida, ¿tú crees esto? ¿tú crees esto?».
Yo os invito, ahora, a cerrar los ojos y a pensar en ese momento: de nuestra muerte. Cada uno de nosotros que piense en la propia muerte, y se imagine ese momento que tendrá lugar, cuando Jesús nos tomará de la mano y nos dirá: «Ven, ven conmigo, levántate».
Esta es nuestra esperanza delante de la muerte. Para quien cree, es una puerta que se abre de par en par; para quien duda es un rayo de luz que se filtra por una puerta que no se ha cerrado del todo
Allí terminará la esperanza y será la realidad, la realidad de la vida. Pensad bien: Jesús mismo vendrá donde cada uno de nosotros y nos tomará de la mano, con su ternura, su mansedumbre, su amor.
Pero para todos nosotros será una gracia, cuando esta luz, del encuentro con Jesús, nos iluminará.
La palabra «paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz y está dirigida al buen ladrón. Ante su muerte inminente le hace una petición humilde a Jesús: «Acuérdate de mí cuando entres en tu Reino».
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que somos sus hijos y que él viene a nuestro encuentro, teniendo compasión de nosotros
No tiene obras buenas para ofrecerle pero se confía a él. Esa palabra de humilde arrepentimiento ha sido suficiente para tocar el corazón de Jesús.
No existe ninguna persona, por muy mala que haya sido en su vida, a la que Dios le niegue su gracia si se arrepiente. Ante Dios nos encontramos todos con las manos vacías, pero esperando su misericordia.
Papa Francisco. Audiencia general
18 y 25 octubre 2017
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