23 de noviembre de 2006
Tras combatir en la Segunda Guerra Mundial en Albania y Rusia, mi padre regresó a Italia. Vivía en Squinzano, un pequeño pueblo del sur. Eran años de mucha inquietud social y él estaba firmemente convencido de que el comunismo arreglaría la pobreza de la posguerra.
Así que era —y sigue siendo- un comunista convencido. Los carabinieri registraban con frecuencia su casa, buscando panfletos y propaganda, pues había rumores de que se preparaba una revolución.
Como no encontraba trabajo, emigró a Francia y logró un empleo de albañil en Argenteuil, cerca de París. Poco después, se trasladó mi madre. Ella tenía una educación católica, pero no practicaba la fe. Así que las ideas que mis hermanos y yo aprendimos de jóvenes eran las que oíamos a mi padre: justicia social, lucha de clases...
"A los 15 años ya había leído el Manifiesto Comunista y gran parte de "El Capital", de Marx. A esa edad, me inscribí con mi hermana mayor en las Juventudes Comunistas".
Sí. Yo, por ejemplo, a los 15 años ya había leído el Manifiesto Comunista y gran parte de "El Capital", de Marx. A esa edad, me inscribí con mi hermana mayor en las Juventudes Comunistas. Formábamos parte del grupo de mi ciudad, la célula "Ho Chi Min".
Hasta que me fui a la Universidad, fui un miembro muy activo: vendíamos el periódico `L'Humanité', repartíamos propaganda, recogíamos firmas de apoyo al partido y a otras causas, como por ejemplo la liberación de Mandela. Recuerdo que la victoria socialista en las elecciones francesas de 1981 fue una gran fiesta en mi casa.
Siempre me han preocupado mucho la justicia social y el problema de la pobreza, por eso me atraía el planteamiento de lucha de clases y el reparto de los bienes. Sin embargo, había una cosa que no me terminaba de convencer: la idea de que la revolución justificaba la violencia. Nos llegaban noticias de los gulags, y no me gustaban.
Me parecía que su mensaje era bueno, pero que no lo llevaba a cabo. Desconfiaba de la Iglesia como institución. Aunque, a mi modo, creía en Dios. Cuando mi madre falleció de cáncer, por ejemplo, mi hermana dijo que jamás podría creer en un Dios que se llevaba así a las personas. Yo, en cambio, le dije que seguía creyendo. Creo que esto le sorprendió.
A los 19 años fui a París, a estudiar Biología. En mi grupo de amigos había un católico practicante: Christophe Borel. Hablábamos de todo, también de la fe cristiana. A mí no me insistía mucho, porque conocía mis ideas. Animaba más bien a otros, a aquellos que se declaraban cristianos, a vivir mejor su fe. Christophe era supernumerario del Opus Dei.
Un sábado, después de una fiesta en casa de un amigo, perdí el último tren para volver a casa. Christophe me invitó a pasar la noche en su apartamento, aunque me advirtió que al día siguiente haría temprano un poco de ruido, porque quería ir a Misa a la iglesia de la Madeleine. "Me gustaría ir contigo —le dije-. Despiértame a mi también, por favor". Lo hice por curiosidad y educación, nada más.
Esa misma noche, vi que Christophe tenía un folleto en su casa que se titulaba: "Porqué y cómo confesarse", de l'abbé Romero. Comencé a leerlo y en pocas horas lo terminé. A la mañana siguiente, concluí que también a mí me gustaría confesarme. Pocos días más tarde —un jueves, lo recuerdo bien- Christophe me presentó a un sacerdote del Opus Dei. Desde entonces, acudí a recibir el sacramento de la penitencia cada dos semanas.
Comencé a frecuentar las actividades culturales y espirituales dirigidas a universitarios en ese centro del Opus Dei. Christophe me seguía descubriendo un mundo desconocido. Recuerdo, por ejemplo, cuando me enseñó a rezar el rosario mientras caminábamos por la orilla del Sena.
Poco tiempo más tarde, me propuse seguir el mismo plan de vida espiritual de una persona de la Obra. Yo por entonces tenía novia, así que quise pedir la admisión como supernumerario. Pero más adelante, vi que Dios podría pedirme la vida entera, así que en 1992 fui admitido como numerario.
En el cristianismo he descubierto que hay que ayudar a cada persona, uno a uno. El comunismo sacrifica la dignidad personal en bien de la colectividad. Pero cada uno somos hijos de Dios, así que el mundo cambiará cuando nos ayudemos, uno a uno, con la caridad. Como ves, no he perdido la inquietud por la justicia social y la desaparición de la pobreza.
Me enseñaron a hacer oración, a tratar a Dios de tú a tú, y también a hacer apostolado. Cuando estaba en la célula `Ho Chi Min' nos preocupábamos por la expansión del comunismo. Pero era diferente, porque lo que queríamos era que la gente apoyase el partido. La vida de la persona que acababa de darnos la firma, nos daba igual. El apostolado cristiano es distinto: Dios te anima a interesarte por los demás, por su situación, por sus problemas.
"Dios, que me ha ido guiando en la vida como ha querido, me invita ahora a servir como diácono en la Iglesia. Normal, siempre tuvimos mucha libertad. Mi hermana mayor, la misma con la que había militado en las Juventudes Comunistas y que más tarde había decidido no creer en Dios, no comprendía mi decisión. "¡No te vas a casar!", me decía asustada.
Y como la vocación es un tesoro que uno descubre y necesita compartir con los demás, yo empecé por ella. Como teníamos mucha confianza, le fui explicando todo, poco a poco... Ahora es numeraria auxiliar de la Obra.
Es el primer paso hacia el sacerdocio. Dios, que me ha ido guiando en la vida como ha querido, me invita ahora a servir así a la Iglesia. Así que siento mucha ilusión... y mucha responsabilidad.
Fuente: www.opusdei.org
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