En mi familia no había ningún cristiano

En el Congreso Nacional de Misiones, celebrado en Burgos en septiembre de 2003, la Hermana Mitsue Takahara, carmelita descalza en Sevilla, nos dejó su testimonio de fe.

He acudido a este Congreso para hacer visible con mi modesta presencia la necesaria e íntima relación entre la contemplación y la evangelización, entre la vida en clausura y la actividad misionera, como dos realidades inseparables en el quehacer de la Iglesia católica.

Quiero agradecer de todo corazón a ustedes, y a todos los españoles, por habernos hecho posible recibir el don de la fe enviando a tantos misioneros y misioneras al Japón. Hoy estoy aquí como una japonesa católica y como carmelita descalza. Y con mucha alegría quiero presumir diciendo: «Quien me ve a mí, ve el fruto de la semilla que sembró san Francisco Javier». Cuando él llegó a Japón en 1549, y antes de su llegada, ningún japonés conocía a Dios, no había ningún católico. Él fue el comienzo de la historia de la Iglesia católica en Japón.

En mi familia no había ningún cristiano, sin embargo, mis padres desearon enviar a sus cuatro hijos a las escuelas de los misioneros católicos. Mi hermana mayor se bautizó con 9 años, mientras estudiaba en la escuela de las mercedarias. Así entró la religión católica en mi familia. Mi segunda hermana fue bautizada cuatro años más tarde, y mi hermano con 18, en el colegio de los jesuitas.

En 1967 mi hermana mayor entró en el convento de las carmelitas descalzas de Tokio. Yo tenía 16 años, y aún no era católica, al igual que mis padres. La acompañamos toda la familia el día de su entrada. Fue la primera vez que visité un convento de clausura. Muros de cemento, rejas, cortinas, bombillas desnudas..., ningún adorno, allí dominaba un silencio absoluto. La Madre Priora abrió la cortina y me quedé sorprendida, estaba vestida exactamente igual a santa Teresita, junto a ella otras dos hermanas muy sonrientes; hablaba pausadamente, y a mi oído llegaban palabras como «vida de oración». Nos contó cosas muy graciosas, ¡qué simpática y qué amable!

A la salida me llamó la atención una tabla donde, con una preciosa caligrafía japonesa, decía: «Esta casa es un cielo, si le puede haber en la tierra» (santa Teresa de Jesús). Ese día llegamos a casa tristes por la separación de nuestra hermana, y muchos interrogantes se abrieron: ¿por qué viven dentro de un muro tan alto, y qué hacen allí escondidas? ¿Para qué sirve aquella vida? ¿De dónde nacen aquella paz, alegría y sonrisa?

Al terminar seis años de estudios en las Esclavas del Sagrado Corazón, seguí estudiando en la universidad. En 1971, con 20 años, deseé ser bautizada, y recibir la Primera Comunión; como mi hermana no podía salir del convento, fuimos nosotros, y nos acompañó toda la comunidad. Me pusieron el nombre católico de María Teresa, por santa Teresita de Lisieux. Como recuerdo de ese día, la Madre Priora me regaló un libro sobre la doctrina de santa Teresita. Lo leí y lo releí; encontraba en él alegría, luz, consuelo y ánimo; me daban ganas de amar a Jesús más y más.

Después del Bautismo, conocí a muchos fieles y misioneros de varios países; se iba abriendo delante de mí un mundo nuevo e internacional. Pasaron los años y, en 1976, hice los Ejercicios espirituales, con un padre misionero español, y vi que mi vocación era ser carmelita descalza. No sabía cómo agradecer a todos los misioneros que me habían guiado hasta el Bautismo y hasta encontrar mi vocación. Me dije a mí misma: «Cuando yo sea carmelita, ofreceré mi vida especialmente por ellos, y pediré mucho por ellos y trabajaré con ellos, recorriendo el mundo entero, a través de la oración, para que todos los hombres conozcan y amen al Señor, y encuentren una verdadera felicidad, como yo la he encontrado».

En 1980 entré en el convento de Yamaguchi que acababan de fundar las Madres de Tokio. Entre las fundadoras, estaba mi hermana, vivimos juntas 18 años.

En Japón vi a muchos misioneros olvidándose totalmente de sí mismos, haciendo un esfuerzo muy grande por inculturarse. La cosecha era muy poca. Ante tal panorama me dolió tanto el corazón, que me surgió la idea de hacer un intercambio. Ellos se dan generosamente en Japón, entonces yo me daré toda a los españoles en España, amando y sirviendo a las Hermanas en el convento. Pedí el traslado, y en 1998 llegué a Sevilla, y estoy muy feliz, muy unida en la oración con los misioneros de todo el mundo, de una manera muy especial.

Las carmelitas nos dedicamos a la oración continua. En nuestra clausura entra la Humanidad entera y estamos siempre unidas a todos los hombres, nos quedamos junto a ellos, a través de la oración. Casi nunca vemos los frutos de lo que pedimos. ¡Pero no importa! Algunas veces Dios nos da la alegría de ver algunos frutos. En concreto a mí, me hizo muy feliz cuando el 21 de mayo de 1983, víspera de la solemnidad de Pentecostés, mi madre dijo que quería creer en el mismo Dios que sus hijas y fue bautizada. En cuanto a mi padre, se bautizó hace 8 años, con 80 años, en la misa de Bodas de Plata de mi hermana carmelita.

Sé que soy muy débil, pobre, y muy limitada. Encima soy una extranjera en España y hay muchas cosas que no entiendo, ni sé hacer. Pero no me desanimo, porque Teresita está siempre conmigo y me anima diciendo: «Hermanita, no te preocupes, lo que le agrada a Jesús es verte, amar tu pequeñez y tu pobreza, es la esperanza ciega que tienes en su misericordia...; es la confianza, y nada más que la confianza, que debe conducimos al Amor; y recuerda siempre que el más pequeño movimiento de puro amor, es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas»

Alfa y Omega, 11-XII-2003


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