«Soy una católica de nacimiento que también es ama de casa y educadora en el hogar de 10 niños increíbles. Mi marido Mike y yo fuimos novios desde el colegio y, desafiando todos los pronósticos, nos casamos tras finalizar los estudios en menos de un año. Hoy llevamos ya 21 años casados. Además de nuestros 10 hijos vivos, hemos perdido muchos bebés en el camino y nos sentimos honrados de que Dios nos haya escogido para llevar adelante esas vidas durante el tiempo que pudimos hacerlo. Vivimos en Georgia (USA) y en ocasiones tenemos que luchar contra los prejuicios hacia nuestra fe aquí en el Sur, donde el catolicismo no es una práctica generalizada. Sea lo que sea, somos conscientes de que vivimos muy bendecidos y estamos agradecidos a Dios por lo que nos ha dado con nuestra familia».
Esta es la descripción que Michelle Fritz hace de sí misma y uno percibe el sano orgullo que transpiran estas líneas. ¡Y no es para menos! La vida le ha sonreído siempre y ella ha sabido corresponder con una sonrisa igualmente grande. Dios ha sido muy bondadoso con ellos... ¿o no? Por lo menos esa era la misma reflexión que Michelle se hacía. Pero esa seguridad se tambaleó un día: aquel en el que vio con sus propios ojos y en directo cómo el corazón de uno de sus hijos dejó de latir.
«Recuerdo ese día como si fuera ayer. Supongo que siempre se quedará grabado en mi memoria. Me encontraba en la oficina del médico, tratando de localizar los latidos del corazón de mi pequeño bebé. En un momento dado, el técnico tuvo una mirada de asombro en su rostro y llamó a otro técnico para ayudarle. Buscaron y buscaron, apuntando un poco más. Por fin, encontraron un corazón que apenas latía. Cambiando la posición de la máquina para mirar el flujo de sangre dentro y fuera de su corazón, trataron de encontrar cuál podría ser el problema. Mientras observábamos, el flujo se detuvo. Fui testigo de los que fueron los últimos latidos de corazón de mi hijo. Sentí como si mi propio corazón se hubiese detenido pero, al mismo tiempo, no paraba de correr por el miedo [...] Su corazón se quedó quieto. Los técnicos me dieron sus condolencias y, previa consulta con el médico, fui enviada de regreso a casa».
Sinsentido, dolor, llanto... ¿Cómo podría Michelle regresar a casa tras una experiencia así? Porque el espacio que antes ocupaba su hijo dentro de ella ahora parecía vacío. Aún así, tuvo todavía fuerzas para llamar a su párroco para pedirle oraciones. Pero, fuera de esto, el camino fue un llanto continuo y desolador. ¡Su hijo había muerto! Lloró y lloró por horas -«sentía como si me hubiesen rasgado el alma»- y rezó a Dios, pidiendo explicaciones. Pero no escuchó ninguna respuesta. Ni siquiera las escuchó cuando ya los ojos le ardían de tanta lágrima derramada. Nada.
«Ese día entré en un lugar espiritual en el que nunca había estado antes. Un lugar oscuro y solitario. Estaba triste y descorazonada, pero sobre todo estaba furiosa con Dios. ¿Por qué permitió que sucediera esto? ¿Por qué me estaba haciendo esto a mí... a mi familia? No podía comprenderlo. ¿Por qué Dios me había abandonado?».
Nada parecía dar sosiego a su alma. ¿La oración? ¿Cómo hablar con un Dios que permitió morir a su hijo, un Dios que lo podía haber fácilmente salvado? Ni siquiera la compañía de las demás personas parecía ser de ayuda, mucho menos después de enterrar a su hijo: «Me sentía cada día más sola y mi enojo con Dios no hacía sino aumentar».
Curiosamente, las personas a su alrededor no se dieron mucha cuenta del difícil proceso por el que Michelle estaba pasando y cómo estaba siendo atacada su fe. Seguía yendo a Misa, seguía ayudando en la iglesia e incluso rezaba por las demás personas. Pero por dentro un volcán parecía estar a punto de explotar.
«Llegué a preguntarme si Dios realmente existía. La gente me podría decir -tal y como yo había dicho a otros- que en los momentos de prueba Él me estaba cargando en sus brazos. Pero yo me preguntaba si realmente era cierto eso, porque yo no lo sentía».
Pero en todo este proceso, Michelle percibió que el anhelo de Dios no desaparecía de su alma. Después de todo, ella no quería dudar; quería tener fe. Y fue aquí cuando se dio cuenta que tenía que replantearse toda su vida. Porque todo lo que había recibido en su vida siempre lo había visto como venido de la mano de Dios: sus hijos, su esposo. ¡No! Dios tenía que seguir ahí, aun cuando ella no lo sientiese. Y empezó su proceso de vuelta.
Comenzó con las oraciones vocales, especialmente el Padrenuestro, pues eran la única manera en que aún sentía algo de la presencia de Dios. Después de un tiempo, pudo ya empezar un cierto diálogo, con un lenguaje sencillo.
En cierta manera, tuvo que aprender a rezar de nuevo. Luchó por todos los medios posibles para volver a meter a Dios en su vida: «Intentaba encontrar a Dios en todo lo que veía: en el cielo, en la sonrisa de mis hijos, en las flores de mi jardín, en el abrazo de un amigo. Fue gracias a este ejercicio que me di cuenta que, en vez de abandonarme como yo creía, Dios estaba en realidad alrededor de mí siempre. Eso me hizo sentirme mejor».
No fue un camino nada fácil de recorrer; Michelle lo describe como un auténtico infierno. De hecho, durante este tiempo el matrimonio Fritz volvió a perder otros dos bebés, Sarah y William, y las dudas y enojos volvieron. Pero fue ese anhelo de Dios lo que le hacía a Michelle seguir adelante y centrarse en lo que Dios le daba todos los días. Eso la salvó.
«De mi experiencia anterior aprendí que necesitaba de Dios para salir adelante. Me di cuenta que sin Dios estaría perdida, por lo que me abracé a Él con fuerza».
De todo este camino, Michelle saca una conclusión que ha quedado grabada como un tatuaje en su corazón para el resto de su vida:
«¿Está bien si dudamos de nuestra fe? La respuesta es sí. Basta mirar a Cristo para darnos cuenta que no pasa nada si dudamos. Él experimentó la duda en Getsemaní y en la Cruz ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"). Si nuestro Salvador experimentó esos momentos, ¿por qué cuestionar si nosotros, meros seres humanos, dudamos en algún momento de nuestras vidas? Y si Cristo, que forma parte de la Santísima Trinidad, le pregunta a Dios por qué lo abandona, entonces seguramente Dios me entenderá cuando yo le grito mi desesperación por ese abandono que siento».
Y es aquí donde Michelle comparte su ideario para afrontar mejor la oscuridad de la fe; unos puntos que ella misma toma de su propia experiencia:
«La duda puede ser un catalizador para crecer en nuestra fe. ¿Qué hacer cuando nos llegan esos momentos de duda y abandono?
1. Lee la Biblia: date cuenta que hay muchos que dudaron como tú, Cristo incluido. Lee sus historias.
2. Ora: habla con Dios, mantén la comunicación abierta con Él. Dile lo enojado que estás. Y aunque no sientas que está ahí, pídele ayuda y confía en que esa ayuda llegará.
3. Habla con alguien en quien confíes: busca un amigo, un sacerdote, tu cónyuge, quienquiera al que le puedas confiar lo que sientes. Te sorprenderás de cuántas personas han pasado también por tu misma situación.
4. Busca ver a Dios en todas las cosas: las pequeñas y las grandes, las banales o las increíbles. Ve que Dios está ahí contigo, en todo lugar.
5. Llora: Cristo lloró; María lloró, los santos lloraron. Y Dios ve y valora cada una de tus lágrimas caer».
Hoy, Michelle vive feliz con su familia. ¿Sigue teniendo dudas? Sí. Pero las afronta ya con más serenidad y calma. Porque, según sus propias palabras, se ha dado cuenta que «después de luchar contra los sentimientos de duda o abandono, encontramos a Dios esperándonos con los brazos abiertos, como siempre está, para atraernos hacia Él. Porque, en realidad, nunca estuvimos solos o abandonados. Estábamos perdidos. Pero Dios siempre provee un camino de regreso a Él: muchas veces necesitamos estar perdidos para ser encontrados».
artículo original" Lunes, 18 de junio de 2012
Lo más reciente