Eran las 9:47 de la mañana del 30 de octubre de 2009. Mi padre presentía que estaba por suceder lo peor, así que tomé el kit de emergencia para enfermos y anuncié a los presentes que iba a administrar el sacramento de la unción a mi madre. Respirando con dificultad, ella respondió a todas las oraciones. Después, sostuve su cuerpo devastado por el cáncer mientras ella seguía repitiendo: «Oh María, concebida sin pecado original, ruega por nosotros que recurrimos a ti». Todos repetimos lo mismo varias veces hasta que mi madre ya no respondía. Así supimos que nos había dejado. Nuestra fe nos aseguraba que era un buen modo de dejar este mundo; que era una buena muerte.
Comencé la historia en su clímax, pero la parte más interesante no está allí. El verdadero drama tuvo lugar una vez que el oncólogo nos informó que el cáncer ya estaba completamente expandido y que había poco qué hacer. Mi madre decidió dejar el hospital y pasar sus últimos momentos en el calor del hogar, con la familia. Nuestra salida del hospital era más bien como entrar en un espacio y un tiempo donde todo parecía estar fuera de nuestro control. Fue como si Dios no nos hubiese dado otra opción que abandonarnos a su Divina Providencia. En todo caso, el resultado no fue frustración sino más amor y cuidado por mi madre, y paz para toda la familia.
Decididos a complacerla en todo, mis hermanos asaban alitas de pollo, tal como a ella le gustaban, o le preparaban su sopa favorita. Yo, como sacerdote, atendí las peticiones que nadie más podía satisfacer. Escuché su última confesión, recibió de mis manos el sacratísimo Cuerpo de Cristo y, en tres ocasiones, le administré
la unción de los enfermos. Finalmente, la noche anterior a su muerte, tomó mi mano derecha y la colocó sobre el área de su cuerpo afectada por el cáncer, diciéndome: «Bendíceme, padre...» Sin ella saberlo, acababa de conmover el rincón más íntimo de mi corazón, allí donde se unen inexplicablemente lo biológico y lo espiritual, lo humano y lo divino. Tras escuchar esta súplica de sus labios tuve que hacer un gran esfuerzo para reponerme. Yo era para ella un hijo y, ahora, también un padre.
Poco después celebré la misa de exequias en compañía del obispo y de muchos de mis hermanos en el sacerdocio. Temía ser vencido por la emoción del momento. Sin embargo todo salió bien gracias a la profunda convicción de que, celebrar el funeral de mi propia madre, era un privilegio especial. Debo reconocer que tuve que tomar algunas medidas de precaución, como escribir de antemano la homilía. He aquí un fragmento de ella:
«San José María Escrivá solía decir que el 90% de la vocación viene de los propios padres. Mi vocación es una prueba de ello. Cuando tenía doce años mi mamá me dijo que hiciera el examen de admisión al seminario. Ella misma me llevó a presentar la prueba. De camino me dijo que, cuando se me preguntara «¿por qué quieres ser sacerdote?», debía responder «¡porque quiero servir a Dios!» En efecto, me fue hecha esta pregunta, y pasé el examen. Esto fue un entrenamiento sencillo por parte de mi madre, el cual, hasta ahora, ha sido la luz que ha guiado mi ministerio, a ejemplo de Cristo. ¡Jesús no vino para ser servido, sino para servir!»
Verdaderamente es un gran privilegio, especialmente en este año sacerdotal, poder prestar mi servicio sacerdotal a mi propia madre. San Juan María Vianney, en agradecimiento al niño que le indicó el camino a Ars, le dijo: «Gracias por mostrarme el camino a Ars... yo te mostraré el camino al cielo». Gracias mamá: tú me indicaste el camino hacia el sacerdocio; yo a ti el del cielo.
Jonás C. Achacoso
Talibón (Filipinas)
100 historias en blanco y negro
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