Inmediatamente me dirigí a aquel lugar donde hacía dos días había celebrado la Eucaristía, el miércoles de ceniza.
Recuerdo que en la primera misa, celebrada en la capilla de San Dimas, el buen ladrón, les dije a los presos que debíamos custodiar a Jesús Eucaristía y que, pasara lo que pasara, había que defender ese rincón en el corazón de la penitenciaría.
Cuando llegué a la cárcel quedé sorprendido ante la magnitud del conflicto. La prisión ardía en llamas; los pabellones habían estallado con familiares de los internos adentro, y un gran número de guardias, incluyendo las máximas autoridades del penal, habían sido tomados como rehenes.
Sentía en mi corazón de sacerdote que debía estar allí con ellos. Acababa de desencadenarse el motín más grande y trágico de la historia de las cárceles en Argentina. Salió del penal un vehículo, intentando una fuga masiva, con el saldo de siete personas abatidas por la policía.
Inmediatamente pedí a las autoridades poder ingresar, en medio de tanta confusión y angustia. Aquel día, 10 de febrero, era todo caos y confusión.
Me acerqué a las puertas del penal para retirar a los heridos que bajaban de los techos y para mediar con el policía que hacía las negociaciones, para pedirles que mantuvieran la calma.
El 11 de febrero, día de Nuestra Señora de Lourdes, apenas amaneció pedí autorización para ingresar a la cárcel y, al no encontrar respuestas, tomé la determinación de entrar encomendándome a la protección de María. Para mi sorpresa, en el ingreso, entre tantos gritos y confusión, me aguardaba un interno que me dijo: «Padre, le entrego lo que hemos custodiado», y me entregó la Eucaristía: el corporal con las formas consagradas de la capilla del penal. Tomé en mis manos a Jesús y comencé a caminar por el penal, y así emprendí mi marcha.
Visité uno por uno a los presos, sus familiares y a los rehenes del motín. Pude constatar que no había muertos ni heridos de gravedad. Hacía falta que alguien pudiera comunicar lo incomunicable, consolar y escuchar a los no escuchados, compadecerse de los no compadecidos... En total eran mil ochocientas personas las que habían permanecido toda esa noche en aquel infierno. Había llanto, angustia y mucha desesperación.
Todas las autoridades de la cárcel, incluyendo al director, eran rehenes. Pude recorrer uno a uno los pabellones del penal pidiendo que liberaran a los rehenes y que entregaran las armas y objetos cortantes. Así lo hicieron, colocando las armas en las puertas de los pabellones. Y así, juntos, fuimos llevando calma a todas las personas que se encontraban en aquel lugar.
Cuando llegué a la Capilla de San Dimas, en el corazón del penal, noté que los mismos internos habían custodiado el sagrario -lo único que había permanecido sano en toda la cárcel- y habían permanecido la noche orando en una celda con una vela encendida en medio de tanta oscuridad.
A mediodía terminé el recorrido y pude salir del penal por una de las ventanillas para pedir a uno de los fiscales que me acompañara nuevamente con dos autoridades para retirar a los rehenes de la cárcel.
Más tarde liberaron a las personas apresadas en el motín y permanecimos hasta el cierre de cada pabellón, hasta que volviera la calma. En cada uno de los pabellones agradecimos al Señor por nuestras vidas ya que, gracias a la protección de Jesús Eucaristía, nadie salió herido aquel día, ni las autoridades tomaron represalias.
Aquel 11 de febrero, día de Nuestra Madre de Lourdes, brilló nuevamente la paz en el penal. Aún hoy, a cinco años de aquel acontecimiento, agradecemos al Señor el don de la vida y a Nuestra querida Madre María por su inmensa protección, porque todos los que vivimos ese momento fuimos testigos de su inmenso amor.
Hugo Óscar Olivo
Córdoba (Argentina)
100 historias en blanco y negro
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