Nuestra historia comienza con lo que aparentemente fue sólo una antigua y piadosa leyenda en la que la Virgen se apareció a un indio llamado Juan Diego y dejó grabada su imagen en el ayate o capa de este indio.
Evidentemente, no se trataba sólo de una leyenda, por cuanto fue un hecho que se convirtió en el vínculo más profundo entre los españoles y mexicanos al principio, y posteriormente de los mexicanos entre sí. No sólo eso, sino que produjo uno de los milagros morales mayores de la historia; según algunos autores, el mayor, ya que siete años después de las apariciones de Nuestra Señora se habían convertido más de 5 millones de adultos, lo cual, teniendo en cuenta los pocos sacerdotes que había, el desconocimiento que tenían del náhuatl (la lengua azteca), la necesidad de abandonar la poligamia tan extendida en el pueblo mexicano de entonces, etc., todo hace pensar que se trata, quizá, del mayor milagro moral de la historia. (José Luis de Urrutia, S.J.).
Según el Nican Mopohua (relato escrito en náhuatl), en la madrugada de¡ sábado del 9 de diciembre de 1.531, el indio Juan Diego iba hacia Tlatelolco a recibir la correspondiente catequesis, y al llegar al cerrito de Tepeyac oyó una música desconocida con cantos de pájaros, que le hicieron creer que estaba ya en el cielo. Sin embargo, la música y los cantos cesaron de pronto y oyó una voz que le llamaba desde la cumbre del cerrito. Subió, y allí vio a una mujer llena de belleza.
La aparición se presentó como la Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios. Y se expresó así: "Mucho quiero, mucho deseo, que aquí construyan mi casita sagrada, para desde ella mostrar y dar todo mi amor, porque yo soy vuestra madre, tuya y de todos los hombres que habitan esta tierra".
Juan Diego fue a ver al obispo de México, Fray Juan de Zumárraga y le contó lo que le había ocurrido. No obstante, el obispo no lo tuvo por cierto. Se fue triste, pero al llegar otra vez al cerrito de Tepeyac, allí estaba la Virgen esperándole y animándole a insistir en su propósito.
Al día siguiente, fue a ver a Fray Juan de Zumárraga, y éste le pidió que la Virgen le diera una prueba de que ella era verdaderamente la Virgen, antes de permitir la construcción de la casita sagrada y de la correspondiente veneración.
Se le volvió a aparecer la Virgen en el cerrito de Tepeyac, diciéndole que, en efecto, le daría la prueba que pedía el obispo de tal manera que ya nadie volvería a dudar jamás que ella era la Virgen, y que volviera al día siguiente, que es cuando le daría la prueba.
Juan Diego ya no volvió porque, al llegar a su casa, se encontró a su tío Juan Bernardino que estaba muy enfermo y que le pidió que fuera a Tlatelolco a buscar un sacerdote que le preparara a bien morir.
Cuando Juan Diego se dirigía a buscar el sacerdote, al llegar al cerrito de Tepeyac, pensando que la Virgen le mandaría de nuevo a fray Juan de Zumárraga con la prueba prometida, decidió dar una vuelta por el cerrito para no encontrarse con Ella. Pero la Virgen, que le estaba viendo desde arriba, bajó de¡ cerrito manteniendo con él un diálogo conmovedor asegurándole que su tío ya estaba curado de la enfermedad.
La Virgen le pidió que subiera a la cumbre del cerrito a recoger las flores que allí había. Era imposible que hubiera flores en pleno mes de diciembre, pero Juan Diego no dudó. Subió, y al llegar a la cumbre del Tepeyac, ¡a encontró tapizada de rosas de Castilla, con las corolas abiertas y desprendiendo un suavísimo aroma.
Cortó todas las que pudo, las. puso en su ayate, bajó, se las enseñó a la Virgen, que las tomó en sus manos y las devolvió al ayate. Y Juan Diego fue de nuevo a ver a Fray Juan de Zumárraga; pero los servidores hicieron como que no le entendían y no le dijeron siquiera a fray Juan de Zumárraga que estaba Juan Diego para verle. El indio, cabizbajo, se puso en un rincón, pero cuando los rayos de¡ sol llegaron donde estaba él, los servidores vieron que llevaba algo oculto en el ayate, y al forzarle para que les enseñara lo que llevaba, Juan Diego se lo enseñó y ellos cogían las flores, que se deshacían en sus manos, como si fueran de aire y viéndolas como cosidas o bordadas o pintadas en el ayate.
Asombrados por este hecho tan extraordinario, corrieron a avisar a fray Juan de Zumárraga, que lo recibió inmediatamente con la gente con la que estaba hablando en aquel momento, para que fueran testigos de aquel hecho sorprendente. Llegó Juan Diego, abrió el ayate, dejó caer las flores, y en aquel momento se apareció la Virgen. Vio la escena con todos los personajes, y a continuación se grabó en el ayate de Juan Diego. Fray Juan de Zumárraga de rodillas, veneró el ayate de Juan Diego y lo llevó su oratorio. Pero la conmoción en México fue tan grande, que no tuvo más remedio que llevar la imagen a la iglesia mayor para que fuera venerada por todo el pueblo. Por su parte, una vez hablado con Juan Bernardino, éste confirmó que a la hora que decía Juan Diego, se le apareció la Virgen Santa María de Guadalupe, que le curó y que era igual que la del retrato de la imagen del ayate.
Tanto el ayate como la imagen presentan una serie de hechos tan extraordinarios como inexplicables, que referimos a continuación.
El primer hecho inexplicable es el de la duración del ayate. Los indios aztecas iban vestidos con un mastlat, una especie de taparrabos y con un ayate que lo anudaban al hombro derecho. El ayate está confeccionado con el maguey. Machacaban las partes carnosas de la planta, retorcían las nervaduras y con eso formaban los hilos con que confeccionaban sus prendas. Pues bien, este ayate, como está hecho a mano, es una tela de rejuela, rala. Si se acerca a los ojos se pueden ver, aunque con dificultad, los objetos a través de ella.
Además, esta tela de origen orgánico, de fibra vegetal, se ha comprobado científicamente que se destruye al cabo de 20 años aproximadamente. Si a eso se añade, que un orfebre al limpiar el marco dejó caer ácido nítrico, y que Luciano Pérez le puso una bomba de dinamita, que destrozó todo lo que había alrededor y que, sin embargo, ni siquiera chamuscó la tela, ni destruyó el cristal que la protegía, confirmaron para la gente este origen milagroso.
El segundo misterio es el que se refiere a la conservación de la misma imagen. La imagen es la de una israelita del siglo I, vestida con traje de fiesta, de unos 14 años de edad y aparentemente embarazada de 3 meses. La duración de la imagen no se entiende porque durante los 116 primeros años, hasta 1647 en que llegó un cristal partido desde España, estuvo al alcance de las manos, de las bocas, de los besos, de todos los que la veneraban. En la expresión de los técnicos, es como si la imagen del ayate, ella sola se fuera regenerando al igual que los seres vivos.
El tercer hecho inexplicable es el que se refiere a cómo se formó la imagen. En efecto, en una tela rala, si no se apareja, es imposible pintar. Con este motivo dos investigadores de la NASA, Philip Callahan y Jody Brant Smith, decidieron estudiar la imagen con rayos infrarrojos. Los rayos infrarrojos permiten determinar el aparejo, el tratamiento que ha tenido la tela en la que se ha pintado, así como los bocetos previos y las rectificaciones que el pintor ha realizado.
Cuando terminaron las investigaciones, concluyeron que no existe aparejo, ni preparación previa alguna de la tela M ayate ni barniz protector, lo que hace incomprensible al conocimiento humano, no sólo su duración, sino cómo ha podido fijarse y conservarse la imagen en dicho ayate. Igualmente, certificaron que la imagen carece de dibujos, esbozos previos y rectificaciones; no hay pinceladas; la imagen se formó, aunque parezca imposible, como si fuera una fotografía de la Virgen en el ayate, sin bocetos, sin modificaciones, sin necesidad de pinceles. Además, mostraron cómo la imagen cambia ligeramente de color según el ángulo de visión, un fenómeno que se conoce con el nombre de iridescencia, una técnica que no se puede reproducir con manos humanas.
El premio Nobel de Química, Richard Khun, hizo análisis químicos en los que pudo constatar que "no existen colorantes vegetales, ni animales, ni colorantes minerales", ni, por supuesto, colorantes sintéticos.
Otro hecho inexplicable es el que se refiere a los ojos de la Virgen. En 1951, el pintor José Carlos Salinas descubrió en el ojo derecho de la Virgen la figura de
un hombre al que se le ve el rostro, parte del hombro, casi el busto, la mano mesándose la barba y una expresión de concentración.
Al menos una docena de doctores oftalmólogos estudiaron este hecho sorprendente y declararon: "Los ojos son fisiológicamente perfectos. Aunque parezca mentira esos ojos tienen vida. Si no fuera porque sabemos que es una imagen, diríamos que son los ojos de un ser vivo. Se aprecia la sensación de profundidad en la superficie de la córnea, tal como sucede en la vida real. Son semejantes a ojos vivos de humano."
Al aplicarles los diferentes aparatos ópticos, adquirían brillo y profundidad como si estuvieran vivos. La burda y áspera tela reflejaba unos ojos humanos que cumplían todas y cada una de las leyes de la física ocular.
Tras un año de investigaciones iniciadas en 1974, el doctor Torija Lavoignet, uno de los oculistas más acreditados de Centroamérica, certificó que: "El reflejo de un busto humano se observa a simple vista con suficiente claridad, en el ojo derecho de la imagen original guadalupana. Y en el ojo izquierdo se percibe igualmente dicha imagen, a la distancia y con la distorsión exactas correspondiente a las leyes de la física óptica. El reflejo de ese busto humano se encuentra situado en la córnea, y dicho reflejo es imposible de obtener de una superficie plana y además opaca, como es la de la tela examinada".
Igualmente, certificó que "la distorsión del busto corresponde a la curvatura normal de la córnea y su reflejo destaca sobre el iris, como si se tratara de un ojo vivo. Se observan otros dos reflejos de ese mismo busto, que corresponden a las tres imágenes de Purkinje-Samson; y el hombro y el brazo de la figura reflejada, sobresalen del círculo de la pupila, causando un efecto estereoscópico exactamente igual que los ojos humanos vivos. Al enfocar una fuente luminosa sobre el ojo, el iris se hace brillante llenándose de luz, y los reflejos luminosos contrastan con mayor claridad, fenómeno que es perceptible a la simple vista del observador y que le hacen creer que se trata de un ojo humano vivo." ("El misterio de la Virgen de Guadalupe", Ed. Planeta).
El profesor Aste Tönsmann, ingeniero especialista en descifrar imágenes provenientes de los satélites, que ha estudiado durante más de veinte años la imagen impresa de la Virgen, estudió la imagen con unos aparatos que permiten alcanzar una escala 2.500 veces superior al tamaño real y, a través de procedimientos matemáticos y ópticos, logró identificar todos los personajes impresos en los ojos de la Virgen.
En los ojos de Nuestra Señora –revela- se encuentran reflejados los testigos del milagro guadalupano, en el momento en que Juan Diego mostraba el ayate al obispo. Los ojos de la Virgen tienen así el reflejo que hubiera quedado impreso en los ojos de cualquier persona en ese acontecimiento.
Se puede individuar un indio sentado, que mira hacia lo alto; el perfil de un hombre anciano con la barba blanca y la cabeza con calvicie avanzada, como el retrato de Juan de Zumárraga realizado por Miguel Cabrera para representar el milagro; un hombre más joven, con toda probabilidad, el intérprete Juan
González; un indio de rasgos marcados, con barba y bigote, que abre su propio ayate ante el obispo, sin duda Juan Diego; una mujer de rostro oscuro, una sierva negra, mirando con ojos muy atentos, que estaba al servicio del obispo; un hombre de rasgos españoles que mira pensativo acariciándose la barba con la mano.
En el centro de las pupilas, además, a escala mucho más reducida, se puede ver otra "escena", totalmente independiente de la primera. Se trata de una familia indígena compuesta por una mujer, que lleva un niño cogido a la espalda, como hacían las aztecas de entonces, y que controla a dos niños; está hablando con un hombre con sombrero y con una pareja que hay más al fondo. El total cubre un milímetro de diámetro.
El misterio de esta última "escena" reside en que, rompiendo todas las leyes de la física óptica, este grupo familiar al ser de tamaño muchísimo más reducido se encontraría más alejado en una fotografía y lo impedirían ver las ropas de los primeros personajes descritos; sin embargo, se ve perfectamente delante de éstos.
En resumen, es posible que nos encontremos ante una reliquia de valor incomparable, pudiendo afirmarse que tal vez estemos ante el único autorretrato de la Santísima Virgen María de cuando vivió en la tierra, y una muestra más de su amor y desvelo por todos los hombres, con un mensaje destinado también a los hombres del siglo XXI que son los únicos, con sus avanzadísimas técnicas, capaces de descifrarlo.
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