Según estaba organizado, la escuela católica «Roman Anyorkyo» sería el punto de reunión de más de 20 comunidades los siguientes tres o cuatro días, y se calculaban unos tres mil feligreses. Cuando llegué hubo una eufórica celebración y recibí una bienvenida muy jovial. Estaban felices porque el encargado les había dicho que había sido imposible encontrar a un sacerdote que se pudiera hacer cargo de su comunidad durante el Triduo. El señor Memde, sacristán, me dijo: «Incluso si hubieran enviado a cinco jóvenes curas para el Triduo Pascual terminarían agotados al final del Triduo». «Fada tom ne u gee kpa Aondo ka tahav ov», agregó el Sr Memde en lengua Tiv, y quiere decir: «Padre, el trabajo es demasiado para usted solo, pero Dios es su fuerza». Sabía que había ido para una tarea que no sería nada fácil.
El Jueves Santo, la señora Zekaan, catequista asistente, me informó que había 230 personas para la primera confesión y primera comunión. ¡Es un número increíble! y, ¿estoy completamente solo para hacer este trabajo? «Sí, padre», contestó. «Y aún faltan los penitentes ordinarios, que son todavía más».
Así que me dije, «yo soy inmerecidamente un instrumento de Dios, y no tengo que quejarme; Él me dará las fuerzas». Empecé con los que harían su primera confesión. Inmediatamente descubrí que tenían miedo, dado que sus catequistas les decían que quien cometiera algún pecado sería detenido antes de comulgar. Una dificultad mayor fue que ellos nunca antes habían estado cerca de un sacerdote. La mayor parte de ellos ven un sacerdote solamente una vez al año. Yo les dije: «Fada ka Aondo gaa!» (Dios Padre no es así, no tengáis miedo).
Me senté a confesar desde las 8:30 a.m., y a las 12:00 el Señor Memde envió a uno de los sacristanes, Tersee, para llevarme a comer. «No te preocupes, Tersee. Dile al catequista que estoy bien». Pero el mismo catequista vino media hora después para llevarme con él. Sin embargo yo insistí en que tenía que acabar y continué hasta las 3:00 p.m. Apenas acabé con los catecúmenos, los penitentes normales hicieron una nueva fila. Yo no sé de dónde me vino la fuerza pero me senté a confesar hasta las 5:30 p.m., dado que la Iglesia recomienda confesarse al menos una vez al año, por motivo de la Pascua, y yo sabía que la mayor parte de estas personas sólo ven al sacerdote durante la Pascua.
A las 6:00 p.m. nos encaminamos a la misa de la Cena del Señor. En ella recibieron a Jesucristo en Cuerpo y Sangre por primera vez aquellas 230 personas. Estuve distribuyendo la comunión por casi una hora. Esto no fue divertido: mis manos se debilitaron, temblaron, las articulaciones me dolían.
Al día siguiente, Viernes Santo, tuvimos un viacrucis viviente. Fue tan dramático que muchas personas, especialmente las mujeres, empezaron a llorar por las heridas que Jesucristo soportó por nosotros. Para la mayor parte de ellos era la primera vez que veían a un sacerdote que caminaba junto a ellos, bajo un sol flagelante, sobre las calles polvorientas de su aldea.
El clímax de mi experiencia en Anyorkyo fue el bautismo de más de 300 catecúmenos durante la Vigilia Pascual. Estaban vestidos de blanco, como los purificados por la Sangre del Cordero. Realmente el rito bautismal sobre cada uno de los 300 catecúmenos fue todo un desafio. Pero al final quedé muy contento, pues Dios me usó como instrumento para hacer de esas personas hijos de Dios. Ellos también estaban muy contentos, como yo, y terminaron queriendo que me quedara como su pastor, o al menos que viniera al año siguiente.
Paul Terkura Agabo, OSJ
Ibadan (Nigeria)
100 historias en blanco y negro
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