Después de haber sido párroco durante cinco años el arzobispo me mandó llamar, y sin más rodeos me dijo que quería transferirme como capellán de una comunidad terapéutica para drogadictos, dirigida por Cáritas de Malta. Mi primera reacción fue de cierto miedo aunque, obviamente, acepté.
Cuando llegué no sabía nada de lo que tendría que hacer ni de cómo debía comportarme. Desde el punto de vista espiritual, el horario no marcaba nada fuera de la santa misa, cada domingo.
De los 30 miembros de la comunidad, 27 participaron en la primera misa. «Todo un éxito» -me dije-. Sólo unas semanas más tarde me di cuenta de que la mayoría de ellos iba para causarme buena impresión, esperando gozar de ciertos privilegios. En cuanto se dieron cuenta de que conmigo este juego no funcionaba, el número de asistentes bajó a 3 ó 4. «Fracaso total» -pensé.
Entonces comencé mi cruzada, hablando del amor de Dios. ¡Ningún resultado! Sólo después de rezar largo rato ante el Santísimo me di cuenta del punto más importante: el primero que tenía que convertirse era yo mismo. Me decidí entonces a quedarme a vivir en la comunidad. Así como dice San Pablo: «Llorar con quien llora, reír con quien ríe». Y esto se traduce en lavar los platos cuando se necesita, cantar, bailar... y, sobre todo, escuchar, compartir los dolores, ansias, miedos, fracasos. En una palabra, vivir en compañía de Jesús Crucificado.
Después de varias semanas, la capilla empezó a llenarse. Tres meses después todos participaban en la santa misa del domingo y pedían una celebración diaria. Comenzaron también a plantearse preguntas existenciales como: «¿Por qué el dolor? ¿Por qué mis padres no me quieren? ¿Dios me ama de verdad? ¿Cómo puedo ser feliz?» Preguntas que hay que contestar, no de palabra, sino con la vida... y, muchas veces, con el silencio. Un día, uno de ellos me dice: «Padre, tú no tienes mujer, ni hijos... en tu vida no hay fiestas... trabajas muchas horas y te pagan una miseria. ¿Estás loco o nos ocultas un secreto?» Finalmente había llegado la hora de hablar del amor de Dios Padre.
El período de Navidad fue particularmente interesante. Quería que todos estuvieran a gusto y por eso me esforcé en organizar actividades sociales y espirituales. Pero he aquí que un día se estropeó el video. Lo que faltaba... No me atreví a pedir al personal los 300 euros que se necesitaban para conseguir uno nuevo. Entonces fui a la Capilla y le dije a Jesús:
«Señor, necesito 300 euros para mis almas». Esa misma tarde me avisaron que la abuela de dos ex miembros de la comunidad me invitaba a una fiesta familiar en su casa. Estaba realmente muy cansado y no tenía ganas de participar, pero fui a la fiesta. Me quedé un rato en compañía de la familia y, justo cuando me estaba despidiendo, la señora me entregó un sobre. «Padre, un pequeño donativo». Al llegar a casa abrí el sobre... ¡300 euros!
En las experiencias con estos muchachos también hay días llenos de dolor. Recuerdo un joven particularmente difícil. Llegó un momento en el que todos lo habían dado por perdido. Me parecía que yo era el único que aún trataba de rescatarlo. Pero después de tres meses abandonó la comunidad. Meses más tarde el portero me avisó que ese mismo muchacho me vino a buscar. Mi primera reacción fue la de no querer perder el tiempo con alguien que no quería colaborar. Pero una voz interior me decía: «¿Y si fuera tu última oportunidad para escucharle?» Así que bajé para hablar con él. Estaba deshecho... quería volver al día siguiente a la comunidad. Antes de irse, desde la ventanilla del coche, tomó mi mano y la besó. Al día siguiente no se presentó. Le llamé a su casa y fue su papá quien respondió al teléfono. Cuando le pregunté si podía hablar con su hijo me respondió, con la voz entrecortada, que había fallecido la noche anterior. Me quedé helado. Volví a verlo en mi mente mientras tomaba mi mano y la besaba... me estaba diciendo adiós... ¿y si yo no hubiera escuchado la voz de mi corazón...?
Mons. Alexander Cordina
Malta
100 historias en blanco y negro
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