La vida del padre Lallemand es la de un sacerdote que siempre ha vivido al límite, de aquellos que no han dudado en arriesgarlo todo para ayudar al prójimo. Y este espíritu aventurero y amante del riesgo queda más aún de manifiesto al ser el capellán católico de la Legión Extranjera francesa y estar siempre donde están sus chicos. Es uno de sus paracaidistas y ha cuidado durante décadas de las almas de cientos de jóvenes que se enfrentaban a diario a la muerte. Toda una institución en el cuerpo.
Su vida le ha llevado por muchos caminos. Ha visto desde la cara amable de la camarería a tener que cuidar a sus compañeros moribundos y muertos en el campo de batalla. Pero su vida da todavía para mucho más.
Este sacerdote es toda una leyenda en la temida Legión Extranjera. Inició su estancia con ellos en 1955 cuando todavía estaba en el Seminario. Ocurrió en Argelia y allí ya pudo ver la dureza de la guerra, tal y como cuenta a Famille Chretienne. Una vez ordenado, su obispo intentó que se quedara en la Diócesis pero este sacerdote tenía claro que su sitio estaba en otro lugar, dando asistencia espiritual a los jóvenes soldados. Fue destinado a varios regimientos y allí los legionarios le dijeron algo de lo que quizás más tarde se arrepintieran. “Si no saltas con los legionarios, no eres digno de ser nuestro capellán”. Nunca dejó de serlo. Desde ese momento, el primero en saltar era el jefe del regimiento y él segundo siempre fue él.
Desde aquel salto se sucedieron otros cientos, concretamente 980 saltos más. Según cuenta este sacerdote castrense, muchos de ellos tenían sólo de especial su oración a San Miguel. Otros, sin embargo, fueron muy distintos y fueron marcando su vida. En 1978 saltaron sobre la ciudad congoleña de Kolwezi. Él saltó tras el oficial pero “antes recuerdo especialmente el asombroso silencio de los legionarios. Aterricé sobre un cadáver, los había en todas partes y los perros estaban allí merodeando”, recuerda. Su función fue cuidar de los muertos y darles la dignidad que se merecían. Algo muy duro.
Pero algo peor estaba por pasar. El puesto de los paracaidistas franceses en Beirut fue víctima de un atentado. Murieron 58 personas. A todas las conocía a la perfección. Se dedicó a desenterrar los cuerpos y a hacer presente la esperanza cristiana en medio de la muerte. Pese a ello, él estaba roto: “¿puedes imaginar a un padre que ve morir a sus hijos?”, se preguntaba. Celebró el funeral en Beirut y desapareció.
De allí fue a dos misiones en Chad donde los franceses debían bloquear la progresión de Gadafi. Aquí se produjo el hecho que más marcaría su vida. En el norte del país descubrió grupos de cristianos hambrientos y harapientos. Eran médicos, maestros, funcionarios que habían nacido en el sur y que habían sido allí enviados y abandonados. Llevaban años sin ver a un sacerdote.
En ese momento el padre Lallemand tomó la decisión de dejar el Ejército y comenzar una nueva vida de servicio a estos cristianos del desierto. Allí consiguió la plenitud en su ministerio pese a las dificultades. “Fui llamado allí por el Espíritu Santo”, recuerda y destaca el entusiasmo de este pequeño grupo de cristianos hambrientos físicamente y también de Dios. A veces no comían en días pero este hecho no le hizo dar marcha atrás.
Diez años estuvo el sacerdote francés en Chad. Esta obra del Espíritu Santo, como la define él, iba creciendo. Poco a poco fueron rehaciendo la comunidad cristiana. Reconstruyeron 20 iglesias y mientras tanto veía florecer los frutos. Empecé con dos fieles bajo un árbol y pronto estábamos 200. Él se movía por bastos territorios para poder atender a todos. “Durante los viajes no tenía ni un momento libre. Los fieles venían con decenas de bautismos y confesiones”, recuerda.
Pero él también necesitaba alimentar su alma. Allí experimentó como nunca la presencia de Jesús en la Eucaristía. África es el lugar “donde descubrí lo que es la soledad y la adoración. Fue la adoración lo que me permitió mantenerme allí”.
En 1996 volvió a Francia. ¿Qué legado mantuvo de ese periodo? Tras esa experiencia de soledad y adoración necesitaba también este alimento en su país por lo que desde entonces pasa tres días cada mes en silencio en el monasterio benedictino de Notre Dame en Ganagobie. Considera que la clave de su vitalidad está precisamente en el Santísimo.
Su labor quedaba ya dirigida a las nuevas generaciones de legionarios. Muy distintas a las que encontró en el desierto en lo externo pero similares en el interior de su alma: esa búsqueda del amor y la felicidad que sólo Dios puede dar.
A cada legionario le regalaba un Nuevo Testamento y les prestaba todo el tiempo del mundo para escuchar sus alegrías pero también sus miedos y frustraciones. “El padre Lallemand es un verdadero padre para nosotros, que de una manera u otra somos huérfanos”, destaca uno de estos legionarios.
Los años han pasado también para él y su vitalidad se dirige ahora a los enfermos y ancianos así como a tantos compañeros mutilados de la Legión Extranjera a los que sigue acompañando décadas después. “Siempre me he guiado por las palabras del Evangelio: yo era extranjero y me acogisteis”. ¿Y qué opina de su vida como capellán y paracaidista? Su respuesta es muy clara y concisa: “No me arrepiento de nada, nada de nada”.
religionenlibertad.com (25 agosto 2013)
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