Publicado por primera vez en 2011 y ya con ediciones en 16 países, incluyendo Francia e Italia. En ReL hemos citado alguno de estos testimonios, como el de una religiosa y técnica de cohetes que fue espía durante la Segunda Guerra Mundial (léalo aquí).
Pero uno de los testimonios más interesantes es el del propio autor, que en su juventud estaba sin bautizar, leía la Biblia por su cuenta ignorando a la Iglesia y se dedicaba al espiritismo con sus amigos. En el primer capítulo del libro cuenta como sus experiencias con lo oculto le hicieron ver la necesidad de ir a lo luminoso de la fe cristiana y la necesidad de los sacramentos y la Iglesia.
Shevkunov nació en 1958 en Moscú y se graduó en el Instituto Pansoviético de Cinematografía (VGIK). Al hacerse monje en 1991 tomó el nombre de Tíjon. Actualmente es obispo, vicario de la vicaría occidental de Moscú, rector del seminario de la Visitación de Moscú, abad del monasterio masculino de la Visitación de Moscú, secretario responsable del consejo del Patriarca para la cultura, guionista y director de varios documentales sobre historia eclesiástica y espiritualidad, escritor ortodoxo, director de la editorial del monasterio de la Visitación y redactor en jefe del portal ortodoxo Pravoslavie.ru.
Y todo comenzó haciendo espiritismo, algo que no recomienda a nadie... Este es su testimonio en primera persona en su popular libro.
Me bauticé al graduarme de la universidad, en 1982. Para entonces había cumplido veinte y cuatro años. Nadie sabía si fui bautizado de pequeño. En aquellos años era algo común en Rusia: las abuelas y tías a menudo bautizaban en secreto a los niños de padres no creyentes. En esos casos, el sacerdote, al celebrar el sacramento, pronunciaba: "Te bautizo, si no estás ya bautizado”.
Como muchos de mis amigos, encontré la fe en la universidad. En el Instituto Estatal Cinematográfico había muchos profesores magníficos. Nos daban una sólida enseñanza humanitaria, nos obligaban a ponernos a pensar en las cuestiones primordiales de la vida.
Discutiendo aquellas preguntas eternas, los sucesos de las épocas pasadas, los problemas de nuestros años setenta-ochenta en las aulas, en residencias estudiantiles, en cafeterías baratas y durante largos paseos nocturnos por las antiguas callejuelas moscovitas, llegamos a una convicción firme de que el Estado nos estaba engañando, imponiéndonos no solamente sus versiones burdas y descabelladas de la historia y política. Comprendimos muy claramente que, siguiendo la orden poderosa de alguien, se había hecho todo para privarnos de toda posibilidad de aclarar por nosotros mismos la cuestión sobre Dios y la Iglesia.
Ese tema estaba totalmente claro sólo para nuestro profesor de ateísmo o digamos para Marina, mi monitora escolar de pioneros [movimiento parecido a los scouts en la URSS, en esa época de explícita militancia comunista; nota de ReL]. Ella, con toda la seguridad daba las respuestas a esa y a cualquier otra pregunta vital.
Pero poco a poco comenzamos a descubrir que todos los artífices de la historia rusa y universal, los que conocíamos espiritualmente durante los estudios, en los que confiábamos, los que amábamos y respetábamos, razonaban sobre Dios de una manera totalmente distinta. Hablando en claro, resultaron ser creyentes.
Dostoyevskiy, Kant, Pushkin, Tolstoy, Goethe, Pascal, Hegel, Losev, no se puede mencionarlos a todos. Y eso sin hablar de los científicos: Newton, Plank, Linneo, Mendeléyev. De ellos, siendo estudiantes humanitarios, sabíamos menos, pero el panorama era el mismo.
Claro está que la percepción de Dios por esas personas podría ser diferente. Pero para la mayoría de ellos la cuestión de la fe era la más importante, aunque no la más complicada de la vida.
Por el contrario, los personajes que no despertaban en nosotros ninguna simpatía, con los que se asociaba lo más tenebroso y repulsivo en la historia rusa y universal –Marx, Lenin, Trotskiy, Hitler, los dirigentes de nuestro estado ateo, los revolucionarios destructivos- todos, sin excepción, eran ateos.
Y entonces se nos presentó una cuestión más, formulada por la misma vida de una forma bruta y a la vez tajante. O los pushkins, dostoyevskiys y newtons fueron tan primitivos y superficiales que no consiguieron aclararse en ese problema y eran simplemente unos tontos, o los tontos éramos nosotros junto con Marina la monitora.
Todo aquello daba alimento para nuestras mentes jóvenes. En aquellos años en la gran biblioteca universitaria no había ni siquiera una Biblia, por no hablar de las obras de los escritores de la Iglesia o simplemente religiosos. Teníamos que encontrar las migajas del conocimiento sobre la fe en las citas que salían en los libros de texto del ateísmo o en las obras de los filósofos clásicos. Una influencia enorme nos causó la gran literatura rusa.
Me gustaba mucho ir por las tardes a los templos moscovitas a presenciar la liturgia, aunque entendía poco. Me causó una gran impresión la primera lectura de la Biblia. Me la prestó un conocido evangélico, y yo tardaba y tardaba en devolvérsela, consciente de que no volvería a encontrar aquel libro en ninguna parte. Aunque el evangélico no me metía ninguna prisa.
Durante varios meses él intentó convertirme. No me acabó de gustar el ambiente en su casa de oración en un callejón de Moscú, pero hasta hoy día estoy agradecido a aquella persona sincera que me permitió quedarme con su libro.
Como todos los jóvenes, mis amigos y yo pasábamos mucho tiempo debatiendo, incluidos los temas sobre Dios, leyendo y comentando las Sagradas Escrituras que traía yo, y algunos libros espirituales que habíamos conseguido.
Pero la mayoría de nosotros no se apresuraba en bautizarse y convertirse en creyentes practicantes: nos parecía que podríamos vivir perfectamente sin la Iglesia, llevando, como se dice, a Dios en el alma. Y así seguiríamos tal vez si no hubiera pasado algo que nos demostró con toda claridad qué es la Iglesia y para qué sirve.
La historia de arte extranjero nos la impartía Paola Volkova. Ella era una excelente conferenciante, pero por algo, probablemente porque era una persona en búsqueda, a menudo nos hablaba de sus propios experimentos espirituales y místicos.
Por ejemplo, una conferencia o dos ella las dedicó al libro chino antiguo de adivinaciones I Ching. Paola traía al aula los palitos de sándalo y bambú y nos enseñaba a usarlos para prever el futuro.
Una de las clases trató sobre algo conocido sólo por los estudiosos muy especializados: los estudios de muchos años sobre el espiritismo realizados por los grandes científicos rusos D. Mendeléyev y B. Vernadskiy.
Aunque Paola nos advirtió abiertamente que la afición a aquel tipo de prácticas podría llevar a una consecuencia impredecibles, nosotros, con toda nuestra curiosidad juvenil, nos sumergimos en aquellas esferas misteriosas y cautivadoras.
No profundizaré en la descripción de la técnica que habíamos sacado de los libros de Mendeléyev y de los empleados del Museo de Vernadskiy en Moscú.
Al aplicar algunos conocimientos en la práctica, descubrimos que podíamos establecer una relación especial con unas entes incomprensibles para nosotros pero absolutamente reales.
Esos nuevos conocidos misteriosos con los que entablábamos unas largas conversaciones nocturnas, se presentaban de varias maneras. Unas veces como Napoleón, otras como Sócrates, o como la abuela recién fallecida de uno de nuestros compañeros. Aquellos personajes a veces nos contaban cosas extremadamente interesantes. Y, para nuestro gran asombro, sabían todo sobre cada uno de los presentes.
Así, nosotros les podíamos preguntar: ¿con quién había estado paseando hasta las tantas de la noche nuestro compañero de aulas Alexandr Rogozhkin, el futuro director de cine conocido? Y en seguida recibíamos la respuesta “Con Katia del segundo”. Alexandr se ponía rojo como un tomate y se enfadaba y estaba claro que la respuesta era cierta.
Pero a veces nos llegaban unas “revelaciones” aún más impactantes. Una vez en el recreo entre las conferencias uno de mis amiguetes que estaba muy enganchado a aquellos experimentos, con los ojos rojos de las noches insomnes, iba de uno a otro estudiante preguntándoles en unos susurros teatrales sobre quién era un tal Mijaíl Gorbachev. Yo, como los demás, no le conocía de nada. El amiguete nos explicó: “Por la noche hemos preguntado a ´Stalin´ sobre quién gobernaría nuestro país en el futuro. Ha respondido que un tal Gorbachev. ¡A ver qué tipo es, hay que averiguarlo!"
Pasados tres meses, una noticia que en otras circunstancias pasaría del todo desapercibida nos cayó encima: la elección a los miembros del Buró Político de un tal Mijaíl Gorbachev, ex primer secretario del comité del partido comunista de Kray de Stavropol.
Pero cuanto más nos aficionábamos de aquellos experimentos impresionantes, más claramente sentíamos que nos estaba pasando algo inquietante y extraño. Sin causas aparentes se aposentaba en nosotros una tristeza general y una desesperación oscura. Se nos caía todo de las manos. Una sensación de sinsentido se apoderaba de nosotros. Aquella sensación aumentaba de un mes para otro hasta que comenzamos a darnos cuenta de que podría estar ligada de alguna forma con nuestros “interlocutores” nocturnos.
Con frecuencia, las prácticas ocultas, como las drogas, suscitan a la vez adicción y tendencias depresivas e incluso suicidas, además de opresión espiritual
Además, en la Biblia que “había olvidado" devolver a mi amigo evangélico, leímos que tales prácticas no solamente no se consideraban loables sino que estaban malditas por Dios.
Sin embargo, aún no comprendíamos que habíamos topado con unas fuerzas tenebrosas e implacables que habían irrumpido en nuestras vidas alegres y despreocupadas, de las que ninguno de nosotros no tenía ningún tipo de defensa.
Una vez me quedé a pasar la noche en la residencia estudiantil de mis amigos. Mis compañeros Iván Loschilin y el estudiante de la facultad de la dirección cinematográfica Alexandr Olkov se pusieron a practicar sus experimentos místicos. Para aquel momento ya nos habíamos prometido varias veces dejar las sesiones espiritistas, pero no podíamos aguantarnos: la comunicación con las esferas misteriosas nos atraía como una droga.
Aquella vez mis amigos reanudaron la charla del día anterior que llevaban con el “Espíritu de Gogol”, un escritor. Aquel personaje siempre se explicaba con un lenguaje especialmente florido del siglo XIX. Pero aquel día no respondía nuestras preguntas. Se lamentaba. Lloraba, se quejaba de tal forma que se nos partía el corazón. Decía que experimentaba una pesadez indecible. Y, lo más importante, imploraba ayuda.
- ¿Pero qué le está pasando a usted? – no podían entender mis amigos.
- ¡Ayudadme! ¡Oh, horror! – suplicaba el ser enigmático. - ¡Oh, ese pesar! ¡Os lo suplico, ayudadme!
El escritor Gogol nos gustaba y estábamos sinceramente convencidos de que estábamos conversando precisamente con él.
- ¿Pero qué podemos hacer por usted? – le preguntábamos llenos de deseo de ayudar a uno de nuestros escritores preferidos.
- ¡Ayuda! ¡Os lo ruego, no me abandonéis! Esas llamas horribles, el azufre, los sufrimientos… Oh, no lo aguanto más, ¡socorro!
- ¿Cómo podemos ayudarle?
- ¿Realmente estáis dispuestos a ayudarme? ¿A salvarme?
- ¡Sí, estamos dispuestos! – exclamamos con ardor. - ¿Qué hay que hacer? Es que usted está en otro mundo…
El espíritu tardó un rato y contestó:
- Oh, buenos jóvenes, si en verdad tenéis pena del pobre que sufre…
- Claro que sí, díganos qué…
- Oh, si es cierto, entonces yo podría conseguiros un veneno…
Cuando el significado de sus palabras llegó a nuestras mentes, nos quedamos de piedra. Y al levantar los ojos y al ver nuestras caras vimos que estábamos pálidos como tiza. Volcando las sillas, nos precipitamos fuera de la habitación.
Al tranquilizarnos un poco, dije:
- Todo es correcto. Para ayudarle, tenemos que ser como él. O sea, muertos…
- Yo también lo tengo claro –castañeando con los dientes pudo decir Olkov. –Él pretende que nos suicidemos.
- Y hasta creo que si ahora regresamos a la mesa encontraremos allí algún tipo de pastillas - añadió verde de miedo Loschilin. – Y entenderé que estoy obligado a tragarlas. O me entrarán las ganas de tirarme por la ventana… Ellos nos obligarán a hacerlo.
No pudimos pegar el ojo toda la noche y por la mañana fuimos al cercano templo del icono Tijvinskaya de la Madre de Dios. No sabíamos dónde más podríamos pedir ayuda.
El Salvador… Esa palabra, por su uso frecuente, a veces pierde su significado inicial hasta para los cristianos. Pero para nosotros era lo más deseado e importante: el Salvador. Por muy fantástico que sonara, habíamos comprendido que unos entes poderosos y desconocidos iban detrás de nosotros y sólo Dios podía salvarnos de caer en su esclavitud.
Estábamos preocupados de que en la iglesia se reirían de nosotros con nuestros “escritores”, pero un sacerdote joven, el padre Vladimir Chuvikin, con toda la seriedad confirmó nuestras peores sospechas.
Nos explicó que en absoluto estábamos tratando con Gogol o Sócrates sino con unos demonios de verdad. Admito que aquello nos sonó como una salvajada. Y al mismo tiempo no dudábamos de estar escuchando la verdad.
El sacerdote nos dijo tajantemente que tales prácticas místicas eran un pecado grave. Nos recomendó insistentemente, a aquellos que no estaban bautizados, que nos preparásemos sin dilación para el sacramento y recibir el bautizo. Y a los demás, a confesarse y comulgar.
Pero nosotros una vez más lo aplazamos, pero a partir de aquel día nunca más volvimos a nuestros experimentos de antes. Comenzaron los exámenes, trabajos de fin de carrera, planes de futuro, vida libre de los estudiantes…
Pero yo seguía leyendo el Evangelio a diario y poco a poco llegó a ser una verdadera necesidad. Sobre todo porque el Evangelio resultó ser un antídoto potente contra aquellas tinieblas y desesperación que de vez en cuando volvían aplastando mi alma sin piedad.
Pasó un año entero antes de asumir que la vida sin Dios no tendría para mí ningún sentido.
Me bautizó un padre excepcional, Alexey Zlobin, en el templo de San Nicolás de Kuznetsy en Moscú. Conmigo se bautizaron una docena y media de bebés y algunos adultos. Los bebés chillaban sin parar, el sacerdote pronunciaba las oraciones con una articulación nada clara, así que no llegué a aprender nada en aquella hora y media.
Mi madrina, la señora de limpieza del templo, me dijo:
- Vas a tener unos cuantos días llenos de gracia, cuídalos.
- ¿Qué significa “de gracia”? – le pregunté.
- Dios estará muy cerca de ti. Haz el favor de rezar por mí. Mientras la conserves, la gracia, tendrás una oración muy poderosa.
- ¿Qué oración? – volví a preguntar.
- Ya lo verás, - dijo mi madrina. – Si puedes, ves sin falta al monasterio de las Cuevas de Pskov. Allí vive un starets, Ioann, de apellido Krestiankin [un starets es un anciano maestro espiritual cristiano en Rusia, por lo general monje o ermitaño; nota de ReL]. Te haría mucho bien encontrarte con él. Él te lo explicará todo y responderá tus preguntas. Pero una vez en el monasterio, no te marches en seguida, quédate unos diez días.
- Vale, dije yo. – Ya lo veré.
Salí del templo y en seguida sentí algo especial. No había ni rastro de aquella pesadez opresora y desesperanzadora.
Al día siguiente, obedeciendo al consejo de mi madrina, compré el billete de tren y fui al monasterio de las Cuevas de Pskov. [En 1991 Shevkunov se hizo monje].
(Traducción al español del capítulo 1 de "Santos no santos" por Tatiana Fedótova)
religionenlibertad.com 12 enero 2016
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