Ahora vive en Nitra, una bellísima ciudad al sur de Eslovaquia, donde convive con un centenar de futuros sacerdotes en el seminario, que ha sido reconstruido gracias a la asociación «Ayuda a la Iglesia Necesitada».
Al padre Rudolf Bosnák le tocó vivir una dolorosa contradicción: pasó de ser capellán de prisiones a convertirse en un preso más. «Me pusieron con los prisioneros a los que, hasta entonces, había atendido. Me recibieron muy bien, porque me conocían mucho y me apreciaban», relata el anciano sacerdote con una franca sonrisa dibujada en los labios.
El padre Bosnák fue ordenado en 1942, y ocho años más tarde, cuando los comunistas tomaron el poder en Checoslovaquia, le encerraron. «Me acusaron de traición, pero en 1962, cuando me liberaron, me dijeron: Usted es inocente. No le debieron haber encarcelado », asegura sin perder la sonrisa.
Su voz a veces tiembla; otras veces se torna vigorosa y las palabras se suceden como un torrente sin control y es difícil seguirle. Pero su mente se mantiene aún lúcida. «Éramos 150 curas en la prisión, y no sabían qué hacer con nosotros. Nos metieron en una misma habitación con delincuentes y asesinos para que nos convirtieran , pero resultó lo contrario: que ellos se volvieron mejores, así que decidieron aislarnos», explica. «Cuando me santiguaba y bendecía la mesa, venía uno de los guardias, me amenazaba, me insultaba y me gritaba», asegura sacudiendo la mano.
La política del Gobierno checoslovaco se decantaba por integrar a la fuerza a curas y monjas en la vida «normal», y les obligaban a trabajar en fábricas y talleres. Al padre Bosnák le tocó la mina. «Allí celebrábamos la misa en lo más profundo de las galerías sin que nos viesen, y la gente nos traía el vino y el pan», explica. «Los soldados sospechaban de nosotros y revolvían todo buscando misales para quemarlos», asegura. No tener los elementos litúrgicos necesarios no era impedimento para celebrar la eucaristía, ya que «como cáliz utilizábamos una cuchara». Para hacer el vino, cogían pasas y las metían en agua durante varios días, y luego lo guardaban en botellas de jarabe.
Cuando el padre Bosnák fue llevado a prisión por primera vez, le confinaron en una celda con un oficial del ejército. Al militar le dijeron que si se autoinculpaba por traición e implicaba a otros, quedaría libre. El oficial se negó y le fusilaron. «Antes de que le mataran, me pidió que le confesara -asegura el sacerdote-. Hace pocos años, sus familiares vinieron a agradecérmelo».
No me resisto a preguntarle: «¿Y no perdió la fe en la cárcel? ¿Nunca le echó la culpa a Dios?». Me mira extrañado, casi ofendido. «Al contrario: mi fe se fortaleció más», me responde lentamente. «Fue un tiempo hermosísimo; los mejores años de mi vida», concluye.
Fuente: Alex Navajas, fraynelson.com
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