A pesar de las dificultades y de llevar una vida de entrega a su hija, ella no se siente modelo de nada: «Yo no soy un ejemplo a seguir. «Los que ayudamos a los enfermos no somos ningún ejemplo porque somos humanos y no somos perfectos. Al que hay que imitar es a Jesucristo», dice. «Dios me da mi fuerza»
Ana nació hace 53 años en el seno de una familia numerosa. A los 22 años tuvo a su primera hija Noelia. «El embarazo había sido normal, pero la niña se adelantó. Nació con tan sólo siete meses. Durante el parto hubo complicaciones. Noelia se quedó sin oxígeno y eso le provocó la lesión cerebral».
Tras el parto, la madre, con un altísimo grado de invidencia, no se percató de que su hija había sufrido falta de oxígeno. La chica quedaría postrada de por vida en una silla de ruedas, deformada y con un coeficiente intelectual por debajo del 50%. Los médicos tampoco le dijeron nada. «Me enteré de la enfermedad de Noelia más tarde. Le llevé al médico, y ya es cuando me dijeron que mi hija tenía cefalopatía en el aparato locomotor».
A pesar de la complicada situación que se le venía encima, Ana nunca tuvo miedo a la enfermedad de su hija. «A mi no me daba miedo eso. Soy muy fuerte de mente. Esa fuerza me la ha dado Dios, son dones de Dios que me iluminaba, me protegía y me hacía fuerte para luchar. A mí eso no me asustaba. Me asustaba más la reacción de su padre, que lo que yo me pudiera desenvolver con ella».
El tiempo le dio la razón. Ana recibía palizas de su marido y llegó incluso a amenazarla de muerte. «Después de Noelia tuve un segundo embarazo. En julio ese niño cumpliría 28 años. Mi marido me pegaba y me maltrataba. Un día me dijo: Como no abortes, te mato. Le dije que yo abortaba, pero que él no me volvería a tocar, y me separé de él», confiesa Ana entre lágrimas.
Llegó entonces la peor época de su vida, por el drama y el vacío interior que le originó haber acabado con la vida de su hijo. Y todo esto debía afrontarlo sola. El dolor interior se hizo más fuerte que el dolor físico provocado por las palizas de su marido.
«Fue una época horrible. Me encontraba sola y me apoyé en Dios. Nunca dejé de asistir a la Misa dominical. Todos los días pedía perdón a Dios, le pedía ayuda», confiesa Ana. Hoy, 28 años después de aquel trágico suceso, sigue sufriendo ante aquel recuerdo, sigue albergando aquel dolor que se incrustó en su corazón y que le ha llevado gastar su vida entregándose a los demás.
Ana estuvo apunto de perder también a su hija Noelia. Desde aquel día tiene una gran amor por la Virgen.
«Tengo mucha devoción a la Virgen. Hace aproximadamente 10 años tuvieron que operar a la niña del yeyuno -una de las paredes del intestino delgado-. Estábamos en el Hospital. Entre los médicos se tiraban la pelota unos a otros. No la querían operar porque decían que era una operación de riesgo y rechazable. No querían hacer nada, querían que muriera ahí».
«Yo luchaba. Me peleaba con ellos. Un día de los muchos que bajé a la capilla, llorando, le dije a la Virgen: Tú que eres Madre, entiende a esta madre que está preocupada y angustiada.Y ella que tuvo que ver morir a su hijo crucificado, me escuchó, te aseguro que me escuchó. Me escuchó porque al día siguiente los médicos se pusieron de acuerdo y la operaron. Yo sé que la Virgen está conmigo, me lo ha demostrado muchas veces. Bajé de nuevo a la capilla a darle gracias», recuerda Ana emocionada.
La vida de Ana y Noelia ha estado llena de momentos felices. «¿Momentos felices? Muchos, todos», asegura Ana. «Cuando estoy con mi familia, ella disfruta mucho; cuando me besa y me dice: Mamá ven, Mamá ven;cuando la siento en la terraza y come a capricho todo lo que le gusta; cuando la saco a pasear... Hay muchos momentos. Cuando jugamos al parchís, se nos caen los dados y le digo: Noelia que no los veo, Noelia ¡que nos lo veo! ¿Dónde estás los dados? Y ella se parte de risa. En el día a día es feliz».
Ana y Noelia recuerdan con especial alegría la cena de Nochebuena. Este año, en vez de celebrarla solas, fueron a casa de Paloma y José Fernando, un matrimonio amigo que las invitó a cenar en su casa junto a sus hijos. Una vez más, durante aquella cena, Ana sólo tuvo ojos para Noelia y su felicidad. «He gastado mi vida en intentar hacer feliz a mi hija. Yo, si veo que ella está disfrutando, no me muevo, como por ejemplo en Nochebuena. La niña estaba con su pandereta. Era feliz». recuerda Ana.
En el mensaje que Benedicto XVI ha escrito con motivo de la Jornada del Enfermo 2013, recordaba las palabras que redactó su antecesor Juan Pablo II en la exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici: Que en todos crezca la conciencia de que en la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión.
Ana, desde pequeña, quiso ser misionera, quería entregarse por completo a Dios, pero «quizás por mi falta de vista, no fue posible. Pero cuando se cierra una puerta, el Señor abre una ventana. Pienso que me ha mandado todo esto para estar cerca de Él. Ésta es mi misión. En vez de irme de misiones, ésta es mi misión», concluye Ana con una sonrisa.
Alfa y Omega 12 de febrero de 2013
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