Sin duda contribuyó a esta vivencia penosísima de devastación la repentina pérdida de aquella raíz vital que la madre representa para todos. Sin embargo, fue una cadena de «pequeñeces»: la mueca del ángulo de las bocas, la piel reseca de las mejillas, la curva grave de las espaldas, la adiposidad de los cuerpos sin donaire, el timbre opaco de las voces, la inquieta profundidad de las miradas de aquellos hombres y mujeres, de los que me había despedido cuando eran todavía espléndidamente jóvenes, etc., lo que vino a repetirme, con encono casi insoportable, que la muerte convive con cada uno, que se insinúa inexorablemente en el cuerpo y su presencia se hace cada vez más evidente e imperiosa. La exclamación de San Agustín ante un niño recién nacido, «tampoco éste se escabullirá de ella», me volvía obsesivamente a la memoria, en cada nuevo encuentro con los que, con toda verdad, podía llamar viejos amigos. Ni el mar sereno, por tantos años anhelado, ni las rocas rojizas de la costa, ni la música de los pinares, ni el olor inconfundible de los matorrales, que levantó en pie súbitamente mi infancia como nadie ni nada había logrado hacerlo, revelándome la irrevocable pertenencia a este pedazo de tierra que me vio nacer, pudieron distraerme de mi encuentro inesperado con la muerte, con todo su bagaje de laceria angustiosa.
Todos tenemos miedo y, en el fondo, todos los miedos son un único miedo: el miedo de la muerte. No tenemos paz ni cordura. Intentamos anular «el único acontecimiento absolutamente cierto» esforzándonos por no hablar de él. Nuestra civilización destierra la muerte de nuestros pensamientos diarios polarizados sistemáticamente hacia el bienestar temporal. La mayor parte de las empresas de «pompas fúnebres», cuyo único negocio es la muerte, han acicalado meticulosamente su vocabulario, de modo que la palabra «muerte» y todos los términos que a ella se refieren son totalmente evitados. Pero damos pena igualmente cuando hablamos de ella con engolamiento de vocablos elevados: «la muerte nos enturbia los ojos y serpea viscosa en los tuétanos de nuestro ser...»
Todos lo sabemos, y los escritores contemporáneos los directores de cine, los psicólogos y los filósofos no se recatan en proclamar que esta vida es «un correr hacia la muerte», una pura «espera de la muerte». «La muerte nos acosa» (Camus y Sartre, Malraux, Musil y Brecht, Guardini, Volk y Culmann, etcétera). Aparece a veces como fruto maduro del árbol de la vida personal; otras, como ladrón que a cada instante puede sorprendernos y abatirnos; otras, en fin, como «traición de la naturaleza». El descrédito más negro se ha cernido en nuestros tiempos, sobre los viejos eufemismos: el «engaño de la vida», de los idealistas; la «disolución en el éter», de marca goethiana, quizás porque su máscara horrenda pudo ser fotografiada y difundida largamente como nunca en el pasado, la violencia del siglo, de las comunicaciones de masa, nos da su imagen realísima.
«De todos los males humanos, el peor es la muerte.» Ella constituye «el dolor más extremo de todos los que el hombre puede padecer, porque nos despoja del más amado de todos los bienes: la vida.» Estas expresiones implacables no proceden del materialismo ni del sensualismo, sino de Santo Tomás de Aquino. Contra todas las sentencias más o menos estoicas, según las cuales deberíamos aceptar la muerte como algo natural, pues todo lo que nace está destinado obviamente a morir, la muerte continúa siendo para todos, si somos sinceros, «no sólo algo espantoso, sino algo incomprensible..., una violación, una afrenta, un escándalo» (J. Maritain), un hecho que nada tiene de «natural». Freud dijo drásticamente: «en el fondo, nadie cree en la propia muerte». Pero todos, sin excepción, nos esforzamos por vivir «como si» la propia muerte fuera real tan sólo en teoría, en abstracto, no algo concretísimo y personalísimo que poco a poco se nos avecina.
Caminamos por la vida, entre fatigas y amores, entre amigos y contrincantes, siguiendo la marcha colectiva hacia la conquista del éxito, de la seguridad, de la independencia y de la satisfacción...; pero, de pronto, rasgan el aire las notas sutiles de las flautas de la muerte y lo imposible se convierte en realidad: una persona amada se desploma junto a nosotros, y nuestro amor, nuestros cuidados y nuestra ciencia se demuestran impotentes y ridículos. Procuramos darnos ánimo y emprendemos de nuevo la carrera, nos aturdimos con nuevas empresas, ideales e ilusiones, pero una angustia secreta nos muerde el alma y temblamos ante la eventualidad de que cualquier día se levante otra vez el son de las flautas plañideras, sin saber por quién será en esa ocasión. Sólo el amor descubre la crueldad de la muerte.
Se ha dicho que sólo el cuerpo muere, no el hombre. Pero sabemos perfectamente que es verdad precisamente lo contrario: muere el hombre entero, en cuerpo y alma, y ninguna ditirámbica «inmortalidad del espíritu» tal como la cantó el decrépito iluminismo, será capaz de consolarnos. Porque la idea platónica, cartesiana y, finalmente, idealista de un alma que «se sirve del cuerpo como de un instrumento» y que, en cuanto pensante y al margen del cuerpo constituiría el hombre real, no es defendible en absoluto, sea desde el punto de vista de la tradición cristiana, que desde las perspectivas antropológicas escolásticas y contemporáneas. La «inmortalidad del alma» de cuño idealista se basa en una sobrevaloración fanática del espíritu humano, que, por sus propias fuerzas, continuaría existiendo cuando, por medio de la muerte, «se elevará de una vida imperfecta y sensual a una vida perfecta y espiritual» (Kant): la «gran mentira» (Nietzsche) que constituyó el dogma central de la «Aufklarung» y que, sin fundamento alguno, se quiso hacer coincidir con la doctrina cristiana tradicional. Aquí se dan la mano, en una ideología embriagada de absoluta y de total autonomía humana, personalidades tan diferentes como Mendelshon, Tiedge, Robespierre, Schopenhauer, Kant y Fichte.
La conocida expresión tomista, «el alma es la forma del cuerpo", quiere decir que «el alma está destinada a existir con el cuerpo», que «alcanza su perfección tan sólo junto al cuerpo» y que un cuerpo sin alma no es ya cuerpo, sino tan sólo «huesos y carne». Estas fórmulas tan rotundas que tomamos textualmente de Santo Tomás desmitizan una muerte decantada como «liberación del alma de la cárcel del cuerpo», de esa alma que seria «el hombre verdadero».
La famosa frase de Schopenhauer: «El hombre, después de morir, queda, en el fondo, intacto» es falaz. Esta no es la muerte real, sino una pura construcción intelectual, una fantasía bienquista, una auténtica «muerte aparente». Todo el hombre, alma y cuerpo, sufre la muerte sin atenuaciones; todo él es afectado, en su alma y en su cuerpo. Después de la muerte el hombre deja de ser, pues el alma separada no puede ya ser llamada « persona » .
El alma no sobrevive simplemente, como si la muerte la hubiera respetado; pero es, sin embargo, incorruptible e indestructible, como dice la Biblia y repite la doctrina tomista. Esta indestructibilidad no puede ser demostrada ni refutada por la ciencia natural. Sólo la filosofía puede sostenerla con argumentos válidos y derivados del hecho inconcuso de que «el conocimiento de la verdad, a pesar de sus condicionamientos orgánicos, es un fenómeno íntima y naturalmente independiente de todo término material. Esto es reconocido, de hecho y por la evidencia misma de la cosa, por todos los hombres, tanto por los que lo saben, como por los que no lo saben, e incluso por aquellos que lo niegan expresa y formalmente» (J. Pieper). Freud afirma que cada uno de nosotros está inconscientemente convencido de la indestructibilidad de su propia alma, y dos tercios de la población europea actual cree firmemente en ella. Esta incorruptibilidad del alma reclama, según la doctrina de la unidad del ser humano, la resurrección del cuerpo que anuncia la revelación cristiana, pues sin ella el hombre no podría jamás alcanzar su plenitud. Sobre la condición del alma separada, a lo largo del tiempo que media hasta la resurrección de los cuerpos, y sobre el tipo de existencia que se dará después de ésta no poseemos ningún saber cabal.
Mientras tanto, no nos dejamos tampoco consolar por las últimas interpretaciones del fenómeno de la muerte, que intentan presentarlo como un «acontecimiento positivo», no ya en el sentido trágico-heroico de los existencialistas franceses, sino entendido como «acto espiritual personal», como «el acto más elevado del hombre», como «la primera y última, la única libre decisión de su vida, que, así, en este traspaso, alcanzaría su realización plenaria. La consunción pasa a ser consumación, plenitud, en la prestidigitación habilidosa de Karl Rahner y discípulos. Asoma aquí otra vez, aunque embozada en ropajes heideggerianos, la imagen idealista del hombre «espiritual» «orientado hacia el infinito», que amortigua y casi banaliza la caída en el abismo de tinieblas de que habla toda la tradición bíblica: «Un resplandor luminoso se posa sobre el rostro huidizo, dolorosamente oscurecido del moribundo», escribe J. B. Metz, poéticamente; pero se trata de una anotación puramente intelectualista, de una versión más del optimismo evolucionista de Teilhard de Chardin, para quien la muerte no seria más que «un necesario eslabón funcional en el mecanismo y en el movimiento progresivo de la vida».
Aunque esta concepción espiritualista y pragmatista a un tiempo sea a todas luces un mero producto intelectual, al que no corresponde la experiencia general que de la muerte todos tenemos, no faltan pensadores de clara fama, Pieper, Tresfontaines, por ejemplo, que la consideran como altamente digna de Dios y del hombre y afirman que «algo de esto debe en efecto ocurrir en la muerte». Sin embargo, es incontrovertible que esta «hermosa teoria» atribuye a la muerte lo que ésta precisamente destruye: la posibilidad de actuar. ¿Cómo puede ser la muerte, por una parte, «la extrema reducción del hombre a la impotencia» y, por otra, «la más elevada acción del hombre»? -ambas frases de Karl Rahner—, exclama sorprendido el dominico Gaboriau.
Este último brote romántico en la historia de la meditación de la muerte quisiera embellecer su «rostro horrible», tal como lo vemos aparecer en las páginas estremecedoras de un Dostoievsky, de un Kierkegaard, un Kafka y una Simone de Beauvoir no avezados ciertamente a la cosmética idealista. Los mismos santos que fueron al encuentro de la muerte propia como quien va a una fiesta no supieron disimular su escalofrío y su congoja ante el fallecimiento y los despojos de los seres amados. Este nuevo modo de hablar nada tiene que ver con la sonrisa feliz de algunos creyentes inundados de gracia que saludan a la muerte como al encuentro mil veces deseado del Rostro de Dios, no más vislumbrado «como en un espejo» en sus imágenes y huellas temporales y terrestres, sino sin velos, cara a cara. Si el pensamiento de la muerte puede ciertamente estimular a todo hombre, como incluso ha sabido recoger la psicoterapia existencial de Viktor E. Frankl, pues despierta el sentido de responsabilidad e ilumina las tareas a asumir en la vida, no extrañará que la fe en aquel Señor que un día hizo enmudecer las flautas de la muerte, frente a la casa de Jairo, y convirtió el morir en un plácido morir y el féretro en una cuna, logre resolver la natural rebeldía en una rendición amorosa.
Después de que el Hijo de Dios pasó por la muerte más muerte de la Historia, los cristianos creemos «contra toda esperanza» y contra toda desoladora experiencia, que la muerte ya no es muerte, sino nacimiento a la Vida. De este triunfo, sin embargo, saben tan sólo los que la han experimentado desde dentro. Ellos paladean la realidad profundísima del célebre verso de un loco suicida, el italiano Cesare Pavese:
«verra la morte e avra i tuoi occhi».,
no los ojos de una amada fragilísima, sino los ojos del Amor Personal infinito e imperecedero.
(Del libro Psicología Abierta Ed. Rialp)
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