Antonio Argandoña es profesor de la cátedra de Economía y Ética de la escuela de estudios económicos IESE Business School, entidad de la Universidad de Navarra ubicada en Barcelona, una de las más prestigiosas de Europa.
--Antonio Argandoña: La espiritualidad del trabajo consiste en fundamentar una vida religiosa cristiana intensamente vivida, asumida con todas sus consecuencias, que penetra en toda la vida, sobre la conciencia de que Dios llama al hombre a una vocación de comunión con él y de servicio a los demás en y a través del trabajo, de las realidades cotidianas.
--Antonio Argandoña: Si es un exceso no puede ser sano, por supuesto. Nuestra sociedad aprueba unas veces la cultura del ocio, y otras la cultura del trabajo, pero no siempre ofrece una razón suficiente para una y para otra.
Trabajar mucho puede ser malo cuando se hace por una simple razón de eficacia económica, o de egoísmo personal, pero puede ser muy bueno cuando se hace con la conciencia de un servicio a una sociedad en la que hay muchas necesidades que merecen ser atendidas –y no sólo a través del trabajo profesional remunerado por cuenta ajena, sino mediante otras muchas acciones que suponen un servicio a los demás.
--Antonio Argandoña: San Josemaría Escrivá predicaba una profunda espiritualidad del trabajo, tal como la he definido antes; un ideal de santidad en el mundo, una plasmación concreta de la vocación que Dios dispone para cada hombre y mujer, precisamente a través del trabajo, de la vida ordinaria.
Su mensaje era que el trabajo --la vida corriente-- es ocasión de encuentro con Dios, de desarrollo y maduración de la propia vida, de construcción de la ciudad de los hombres y de servicio a los demás.
Todo esto lo condensaba en un programa de tres puntos, que proponía a todos los hombres y mujeres: santificar el trabajo, santificarse con el trabajo y santificar a los demás con el trabajo.
Santificar el trabajo significa, en primer lugar, hacerlo bien, con competencia profesional; si uno es creyente, como un servicio a Dios y, sea creyente o no, también en servicio a los demás.
Santificarse con el trabajo significa desarrollar las propias capacidades humanas y sobrenaturales precisamente en la vida ordinaria, que se convierte en ocasión de encuentro con Dios y de práctica de las virtudes.
Y santificar a los demás con el trabajo implica dar a la actividad profesional un sentido de servicio a los demás, de construcción de la sociedad en que vivimos y de preparación de un mundo mejor para los que vendrán después.
--Antonio Argandoña: Parece que hemos perdido el sentido de nuestra vida y, con ello, el de todas sus actividades.
Tenemos un derecho al tiempo libre, porque es una necesidad, primero, para reponer nuestras fuerzas físicas y psíquicas; segundo, para nuestro propio desarrollo como personas, y tercero, como lugar en que se expresa nuestra sociabilidad más allá de lo que exige la misma sociabilidad del trabajo.
Pero el tiempo libre no debe ser un tiempo egoísta, para mí, para mi comodidad, mi placer o mi complacencia.
El tiempo libre tiene sentido en el conjunto de la vida de la persona, en función del trabajo que ha de ser santificado --y de este modo, el tiempo libre se puede santificar también--, del servicio a los demás --empezando por la familia--, del desarrollo de la propia cultura, etc.
--Antonio Argandoña: Mediante la recuperación de la unidad de vida, como proponía san Josemaría Escrivá.
No se trata de convertir la vida en juego, para que sea más agradable, sino en dar un sentido de unidad a toda la vida, al descanso y al trabajo, a las relaciones sociales y a la vida familiar,... Cuando se tiene la meta clara --la llamada divina a la santidad--, todas las actividades adquieren sentido, conservando cada una su función que le es propia.
--Antonio Argandoña: Trabajar ha tenido siempre una dimensión comunitaria; siempre ha sido una tarea hecha con los demás y para los demás.
En nuestra sociedad prima, quizás, su dimensión individual, lo cual es una deformación.
Hoy lo importante parece ser la eficacia económica del trabajo, su rendimiento en términos de ingresos o de estatus, su contribución a la realización personal. Y eso es importante, pero sólo es una parte del sentido del trabajo.
Aun en una sociedad individualista, los trabajadores quieren que su trabajo tenga una utilidad para otros, una vocación social.
El mismo hecho de que califiquemos de «profesional» a nuestro trabajo muestra esa dimensión comunitaria: la profesión u oficio no es un mero puesto de trabajo, sino una manera de entender la participación de cada uno en las responsabilidades sociales, de acuerdo con las reglas deontológicas y profesionales aceptadas.
Y, finalmente, la función social del trabajo se proyecta como un servicio a la comunidad local, a la nación y aun a toda la humanidad.
El trabajo es la forma principal --aunque no única-- que la mayoría de personas tienen a su alcance para construir la sociedad y para dejar su huella en el mundo.
Fuente: Zenit. 13.II.2003
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