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Sobre la caridad
Año Santo de la Misericordia
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En estos últimos tiempos, la palabra solidaridad se ha puesto de moda. Es, en efecto, un sentimiento —o una actitud— capaz de hacer feliz a una pareja, de convertir un hogar en refugio seguro, de actuar como fuerza dinámica en una sociedad. Sí, la solidaridad es algo muy hermoso, pero necesita un fundamento sólido.
Sus promotores la han convertido en una especie de panacea universal. El mundo marcharía mucho mejor —dicen— y todos seríamos más felices si fuésemos solidarios... Es decir, que se promueve la solidaridad por motivos egoístas.
En la última Cena, Jesús rezó así por nosotros: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti; que sean uno, como nosotros somos uno». Ahora bien, si Jesús desaparece de escena, si le suprimimos, todo pierde su sentido. La solidaridad se convierte en una broma. Somos uno sólo porque somos una sola cosa en Cristo
La realidad es que la solidaridad es algo que está en la entraña misma del mensaje cristiano, aunque los seguidores de Cristo no la llamemos así, sino caridad, amor o cariño. Jesús, en el Evangelio, insiste una y otra vez en la idea de que no podemos amar a Dios de veras si no amamos al prójimo. Como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, no podemos aislarnos de nuestros hermanos.
Somos producto de la cultura en que vivimos, y se basa más en la competitividad que en la cooperación
En la sociedad actual solemos ser sumamente individualistas. «¡Vive tu propia vida! ¡Desarrolla tu personalidad! ¡Ten capacidad de autonomía! ¡Atrévete a ser tú mismo!...» Tales son los reclamos que hemos oído miles de veces. Y así, hemos concentrado toda la atención en nosotros mismos y quizá en nuestra familia, pero sólo como un apéndice nuestro.
Y no es que tengamos, por naturaleza, un corazón duro. Al contrario, si algo nos caracteriza no es la sequedad, sino el sentimentalismo. Si los periódicos nos cuentan que un pobre niño va a morir de leucemia, le llueven cartas y regalos. Si estalla un tornado, hay una inundación o se produce un terremoto, toda la nación se moviliza.
Andamos tan afanados con nuestras propias preocupaciones y problemas que no se nos ocurre pensar que los demás los puedan tener todavía mayores. Así, somos incapaces de aliviar la carga de nuestro prójimo
No, no somos insensibles. Somos olvidadizos. Y no es que seamos extremadamente egoístas, es que estamos tan inmersos en nuestros asuntos y tan preocupados con nuestros problemas, que no pensamos en los demás a menos que irrumpan violentamente en nuestras vidas.
Además, no nos damos cuenta de que, cuanto más inmersos estemos en nuestros propios intereses, con olvido de los demás, más nos alejaremos de Jesucristo, que pasó toda su vida haciendo el bien desinteresadamente, no sólo en lo espiritual, sino también en lo material.
Pues bien, si queremos saber lo cerca que estamos de Jesús y si somos o no una sola cosa con Él, debemos preguntarnos a menudo: ¿Me preocupo por los demás? ¿Atiendo a sus necesidades?…
Quizás estaríamos dispuestos a dar lo que fuera para aliviar las penas de alguien, con tal de no tener que pensar en ellas; damos fácilmente nuestro dinero, si lo tenemos, pero no nuestro tiempo
Tal vez nuestras posibilidades de ayuda material sean muy limitadas; tal vez seamos generosos con nuestro dinero y no podamos hacer más de lo que hacemos. Pero no se trata de eso, porque la caridad exige mucho más de nosotros.
Una vez que empezamos a preocuparnos por los demás, nos damos cuenta de que tienen necesidades y de que las oportunidades de practicar la caridad cristiana son innumerables. ¡Cuántos motivos para hacer oración cuando sentimos de veras las desgracias y los problemas del prójimo!
Rezaremos para que Juan, que está en paro, encuentre pronto trabajo; para que Mary y Carlos no rompan su matrimonio; para que Andrés vaya a Misa; para que Pepe se confiese; para que Miguel deje la bebida; para que Laurita rompa con el sinvergüenza de su novio; para que nuestro párroco cumpla fielmente su ministerio y nuestro obispo no se muerda la lengua; para que... la lista será cada vez más larga, y las oraciones por nosotros mismos y por nuestros familiares más aceptables a Dios, porque nuestra caridad será cada vez más dilatada.
¡Hay tantas, tantas maneras de llevar un poco de felicidad, alegría y consejo a la vida de los que nos rodean! ¡Es tanta, tanta la alegría que inunda el corazón de Nuestro Señor con ello!
Pero no basta con rezar. También hay que actuar. Observaremos que unos amigos nuestros no salen nunca porque no tienen con quién dejar a los niños, y nos ofreceremos a quedarnos nosotros de vez en cuando con ellos; que aquella pobre viuda se ha quedado paralítica, y la visitaremos, para acompañarla un rato y llevarle algún pequeño regalo.
Pero nuestra preocupación por los demás no debe limitarse a la oración y a la atención de las necesidades de los que conocemos. Debemos ser también conscientes de nuestras responsabilidades como miembros de una comunidad. Si es así, no te inhibas, no te disculpes. No digas: «No tengo tiempo». Reflexiona y di, más bien: «Ahora es el momento»
Una aguda sensibilidad hacia las necesidades materiales y espirituales de los demás. Preocupación por el prójimo. Deseo de hacer algo. Ansias de manifestar mi amor a Dios amando, con obras y de verdad, a mis hermanos los hombres. Tal es la verdadera solidaridad de quienes queremos ser una sola cosa con Cristo
Dice el Papa Francisco: quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.
Fuente: Leo J. Trese, Dios necesita de ti
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