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Fe, crisis y comunicación en el matrimonio
Año Santo
de la Misericordia
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El amor necesita tiempo disponible y gratuito, que coloque otras cosas en un segundo lugar. Hace falta tiempo para dialogar, para abrazarse sin prisa, para compartir proyectos, para escucharse, para mirarse, para valorarse, para fortalecer la relación
A veces, el problema es el ritmo frenético de la sociedad, o los tiempos que imponen los compromisos laborales. Otras veces, el problema es que el tiempo que se pasa juntos no tiene calidad. Sólo compartimos un espacio físico pero sin prestarnos atención el uno al otro.
Hay que aprender a encontrarse, a detenerse el uno frente al otro, e incluso a compartir momentos de silencio que los obliguen a experimentar la presencia del cónyuge.
Cuando no se sabe qué hacer con el tiempo compartido, uno u otro de los cónyuges terminará refugiándose en la tecnología, inventará otros compromisos, buscará otros brazos, o escapará de una intimidad incómoda.
Es bueno darse siempre un beso por la mañana, bendecirse todas las noches, esperar al otro y recibirlo cuando llega, tener alguna salida juntos, compartir tareas domésticas
Pero al mismo tiempo es bueno cortar la rutina con la fiesta, no perder la capacidad de celebrar en familia, de alegrarse y de festejar las experiencias lindas. Necesitan alimentar juntos el entusiasmo por vivir.
Debemos alentar a las familias a crecer en la fe. Para ello es bueno animar a la confesión frecuente, la dirección espiritual, la asistencia a retiros
Hay que invitar a crear espacios semanales de oración familiar, porque «la familia que reza unida permanece unida». Al mismo tiempo, conviene alentar a cada uno de los cónyuges a tener momentos de oración en soledad ante Dios, porque cada uno tiene sus cruces secretas. ¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al corazón, o pedirle la fuerza para sanar las propias heridas, e implorar las luces que se necesitan para poder mantener el propio compromiso?
Con el ritmo de vida actual, la mayoría de los matrimonios no estarán dispuestos a reuniones frecuentes, y no podemos reducirnos a una pastoral de pequeñas élites. Hoy, la pastoral familiar debe ser fundamentalmente misionera, en salida, en cercanía, en lugar de reducirse a ser una fábrica de cursos a los que pocos asisten.
La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza.
Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar la unión
No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa.
La reacción inmediata es resistirse ante el desafío de una crisis, ponerse a la defensiva por sentir que escapa al propio control. Entonces se usa el recurso de negar los problemas, esconderlos, relativizar su importancia, apostar sólo al paso del tiempo. Pero eso retarda la solución y lleva a consumir mucha energía en un ocultamiento inútil que complicará todavía más las cosas.
En una crisis no asumida, lo que más se perjudica es la comunicación. De ese modo, poco a poco, alguien que era «la persona que amo» pasa a ser «quien me acompaña siempre en la vida», luego sólo «el padre o la madre de mis hijos», y, al final, «un extraño».
A veces las personas se aíslan para no manifestar lo que sienten. Se vuelve más difícil comunicarse en un momento de crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que se aprende en tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos duros
Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios:
la crisis de los comienzos, cuando hay que aprender a compatibilizar las diferencias y desprenderse de los padres;
la crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales;
la crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio;
la crisis de la adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a los padres y a veces los enfrenta entre sí;
la crisis del «nido vacío», que obliga a la pareja a mirarse nuevamente a sí misma;
la crisis que se origina en la vejez de los padres de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones difíciles.
Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores
Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la unión.
A estas se suman las crisis personales que inciden en la pareja, relacionadas con dificultades económicas, laborales, afectivas, sociales, espirituales. Y se agregan circunstancias inesperadas que pueden alterar la vida familiar, y que exigen un camino de perdón y reconciliación.
Fuente: Papa Francisco, Amoris Laetitia
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