Las historias de los mártires japoneses que han sido beatificados el 24 de noviembre remiten a un período de 400 años atrás. Pero al leer sus historias parece que nos remitiéramos todavía más atrás, a las Actas de los Mártires de la Iglesia primitiva.
El samurai Zaisho Shichiemon fue bautizado el 22 de julio de 1608. Tomó el nombre de León, el del gran Papa que detuvo las invasiones de los bárbaros. Pero su historia está mucho más cercana al recorrido de san Justino, el filósofo del siglo II que luego de haber encontrado en Cristo la Verdad, no quiso negarla más y murió mártir. Hangou Mitsuhisa, el señor feudal bajo el cual servía Zaisho, había prohibido a los suyos convertirse al cristianismo. El sacerdote al que Zaisho pidió el bautismo se lo hizo presente, recordándole que él podría ser castigado o inclusive asesinado. "Lo sé – respondió él – pero he comprendido que la salvación está en la enseñanza de Jesús, y nadie podrá separarme de Él”.
Como en el caso de muchos mártires, no se trataba sólo de una convicción intelectual, sino de un vínculo místico. Un día, Zaisho confesó a su amigo: “No comprendo cómo, pero ahora me descubro siempre pensando en Dios”. Arrestado, se le ordenó que renunciara a la fe. Su respuesta fue: “En cualquier otra cosa yo obedeceré, pero no puedo aceptar ninguna orden que se oponga a mi salvación eterna”. En la mañana del 17 de noviembre de 1608, cuatro meses después de haber sido bautizado, fue ajusticiado en la calle, frente a su casa.
San Francisco Javier llegó a Japón en 1549, iniciando la predicación de Cristo en el país del sol naciente. Luego de 60 años, el Shogun, el jefe militar de Japón, desencadenó una persecución contra la joven Iglesia, persecución que puede rivalizar en furia con la del emperador Dioclesano, en los comienzos del siglo IV. Mujeres y niños fueron detenidos en el torbellino. Sus historias recuerdan las de Perpetua y Felicidad, o la de santa Inés.
El 9 de diciembre de 1603, Inés Takeda, asistió a la decapitación de su esposo. Llena de reverencia y amor, recogió su cabeza y la apretó contra su pecho. Las crónicas dicen que ante esa visión, se conmovió no sólo la multitud sino inclusive los verdugos. La separación de la pareja fue breve, porque Inés fue martirizada poco después, el mismo día.
En 1619, Tecla Hashimoto, quien esperaba su cuarto hijo, fue atada a una cruz junto a las otras hijas, de las cuales una tenía solamente 3 años, y todas fueron quemadas vivas. Mientras las llamas se alzaban en torno a ellas, su hija de 13 años gritó: “¡Mamá, ya no logro ver nada!”. La madre respondió: “No temas. Dentro de poco verás todo con claridad”.
El Padre Pedro Kibe, que da el título litúrgico a este grupo de mártires, tiene una historia venturosa, que recuerda a la de san Cipriano. Como seminarista,
en 1614 fue exiliado a Macao, como todos los misioneros extranjeros presentes en Japón. Su ardiente deseo fue el de ordenarse sacerdote y volver a su pueblo. Así, en 1618 abordó una nave y dejó Macao, para llegar a Goa, en India. Desde allí viajó solo, atravesando lo que hoy es Pakistán, Irán, Irak, Jordania, e inclusive llegó a Tierra Santa. Luego de una visita a los lugares santos, en 1620 llegó a Roma. Ordenado sacerdote, se preparó para volver a Japón. Pero entre tanto, el Shogun había cerrado el ingreso en el país a todos, con la excepción de algunos pocos holandeses estrictamente seleccionados.
No obstante ello, el Padre Pedro logró ingresar en forma secreta en Japón, viviendo clandestinamente y celebrando los sacramentos con los cristianos ocultos. En 1633, al enterarse que un misionero, el padre Fereira, había caído en la apostasía, salió de las montañas y fue a su encuentro. “Padre – le dijo – vayamos juntos a la estación de la policía militar. Usted registra su apostasía y luego moriremos juntos”. El padre Fereira se rehusó. Luego de esto el padre Pedro se desplazó hacia el nordeste de Honshu, la mayor isla de Japón. La policía logró capturarlo en 1639 y lo trasladó a Edo, la actual Tokyo, donde para que renunciara a su fe fue torturado con crueldad, y por último fue mutilado.
En los mártires japoneses del siglo XVII y en los de los primeros siglos brilla el poder mismo de Cristo: hay en ellos la misma conciencia clara, la misma convicción indoblegable para negarse a renunciar a su fe, el mismo espíritu de alegría en medio de los sufrimientos crueles, la misma fuerza sobrehumana, signo que Otro sufría en ellos. Los tormentos y la muerte no los han arrollado, Ellos han sido asesinados, pero han vencido.
por Mark Tardiff en http://chiesa.espresso.repubblica.it/?sp=y
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