Incluso me llamó a mí, el menos apto de todos para ser escogido como pescador de hombres: un viejo (52 años), divorciado y discapacitado, veterano de la guerra de Vietnam. Pero yo sabía que estaba bien acompañado.
Cuando finalmente tuve el valor de contactar al director de vocaciones él me dijo que no perdiera mi tiempo, porque la norma de la diócesis era no aceptar a nadie mayor de 40 años como candidato al sacerdocio. Me dijeron que, si acaso, con 45 años de edad, si fuera muy conocido en la diócesis y tuviera muchas recomendaciones. Sabiendo esto, volví a contactar al director de vocaciones y le pregunté si esa norma de límite de edad estaba ya esculpida en piedra o si era algo negociable. Me aseguró que ya estaba muy bien esculpida. Entonces mi párroco me aconsejó hablar directamente con el obispo. Yo estaba asustado. ¿Qué podría decirle? «Gusto en conocerle, señor obispo. Por cierto, creo que sus normas de admisión apestan...» Para no hacer larga la historia, hablé con el obispo y tuvimos una maravillosa conversación. Al día siguiente me enteré, por medio del director de vocaciones, que yo ya no era tan viejo como la vez anterior. Podía ser admitido.
Mientras avanzaba el proceso de admisión y selección para entrar al seminario, muchas de las personas encargadas me preguntaron cuáles eran mis motivaciones. Algunos pensaban que yo tenía más «crisis de los 50» que vocación. Les dije que si tuviera la crisis de los 50, iría en un auto deportivo rojo con una rubia, en vez de estar buscando celibato, obediencia y sencillez de vida.
Cuando fui aceptado, muchos me llamaban «vocación tardía». Nunca he estado de acuerdo con ese concepto, y siempre respondo: «Nada de tardío; en cuanto fui llamado yo vine».
Dado que yo nunca había estudiado nada de filosofía, tendría que hacer 6 años de estudios, con un año de experiencia pastoral. Yo no tenía problema. Yo estaba dispuesto a cualquier cosa para llegar a la ordenación. Hacia el final del cuarto año el rector me llamó a su oficina y me dijo que acababa de hablar con el obispo. Había decidido ordenarme en mayo. En ese momento se me podía derribar tocándome con una pluma... ¡Yo nunca había pedido ni había esperado ningún atajo!
Antes de mi ordenación, aquel director de vocaciones, el que no quiso aceptarme al inicio, me dijo que pidió al obispo que me mandara a su parroquia como sacerdote. Era una parroquia peculiar porque tenía dos comunidades en una misma iglesia: una comunidad americana y una comunidad vietnamita. Los vietnamitas tenían su propio sacerdote y diácono y tenían la liturgia en su propia lengua. Fui invitado a asistir a sus actos litúrgicos y a sus eventos. Incluso yo presidía su misa muchas veces, cuando su sacerdote no estaba.
Durante la guerra de Vietnam yo bombardeé casi todos los días varias zonas del país desde un B-52. Después de todos estos años Dios me dio la oportunidad de reparar algo del daño. Antes los perseguí; ahora los ayudaba a salvar sus almas. Esta experiencia me ayudó a entender a San Pablo y su celo. Se cerró el círculo de mi vida.
Robert V. Reagan
Orlando (Estados Unidos)
100 historias en blanco y negro
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