Kazimierz Swiatek nació el 21 de octubre de 1914 en Walga, hoy Estonia (entonces tierra perteneciente a Polonia). Pocos meses después de ser ordenado sacerdote, el 17 de septiembre de 1939, el ejército soviético ocupó la parte oriental de Polonia donde se encontraba la parroquia del recién ordenado padre Swiatek. «De este modo me convertí en ciudadano soviético». Y con una sonrisa irónica, añade: «Esto no sólo me ha traído privilegios en la vida». Es difícil hacer hablar a este cardenal sobre aquellos años de su vida. Tras insistir varias veces, accede: «Fui arrestado por primera vez por el KGB y encerrado en el brazo de la muerte de la prisión de Brzesc. En dos meses fui interrogado 59 veces, siempre de noche. Me salvé gracias a la ofensiva de los alemanes, que conquistaron la ciudad el 21 de junio de 1941. Fue liberado por la gente del lugar. Al salir me mezclé entre los soldados alemanes borrachos. Dado que hablaba alemán, no me fue difícil pasar desapercibido. Regresé a pie a mi parroquia en Prózana. Al llegar me encontré con la sorpresa de que la casa parroquial había sido tomada por la Gestapo. Comenzó así un complicado período de servicio sacerdotal bajo la ocupación nazi. Los conflictos fueron inevitables, pero al menos pude desempeñar mi ministerio. Cuando en el verano de 1944 se acercaba la ofensiva de la Armada Roja, no quise escapar, y me quede en mi parroquia. Por desgracia, nada más entrar los rusos en la ciudad, me descubrieron y me arrestaron. Fui encerrado en la prisión de Minsk, donde pasé cinco meses. No me fusilaron, porque, como me dijeron, no valía la pena derrochar un proyectil conmigo. Fui condenado a diez años de trabajos forzados».
«De este modo llegué, en septiembre de 1945 al campo de trabajo de Marwinsk, en Siberia oriental, Allí estuve durante dos años: en invierno cortaba madera, en verano trabajaba en el campo. Como sobreviví al cansancio, me mandaron más al norte, a las costas del mar Ártico, a Workuta. Hacía trabajos de construcción. Con frecuencia tenía que cavar la tierra congelada con un pico. El trabajo era durísimo, las condiciones climáticas tremendas, y la comida siempre escaseaba. En el campo de trabajo se ejecutaban condenas a muerte, aunque nunca hubieran sido sentenciadas por un tribunal. Recibíamos 300 gramos de pan cada mañana. Después había que caminar durante siete u ocho kilómetros por la nieve para llegar al puesto de trabajo. Primero caminaban los más débiles, que con frecuencia, caían sobre la nieve para siempre; después caminaba la «fuerza de trabajo».
—Swiatek: Al inicio, en el campo de concentración, el aislamiento era total. No nos llegaba ninguna noticia del exterior. Tan sólo pude saber que la guerra había terminado. Pero nada más. Me enteré de todo lo que sucedía en el mundo y en Europa al salir del campo de concentración. En los primeros años de trabajos forzados no podíamos hablar. Tan sólo podía celebrar la misa a escondidas. El régimen del campo de concentración no permitía el que los creyentes pudiéramos reunirnos. Violar esta norma suponía la muerte. Sólo en los últimos tres o cuatros años tuve la posibilidad de celebrar la misa, pero siempre a escondidas. Algunos de los que estaban en el campo de concentración tenían la posibilidad de recibir visitas de sus familiares. En estos contactos, en ocasiones, recibían algún paquete con algo de comida. Gracias a ellos recibí algo de uva seca para hacer el vino y una pequeña hostia. Como cáliz utilizaba una especie de vaso de cerámica. En el campo había católicos de origen polaco, lituano y de otros países. En la medida de lo posible traté de ayudarles a vivir su fe. Llevaba la comunión escondida en una cajetilla de cerillas. Mis carceleros me asignaron un trato particularmente duro y durante los diez años de encierro no puede encontrarme con ningún sacerdote. De modo que durante diez años incumplí la normativa de la Iglesia de la confesión —dice con otra sonrisa pícara—. Sin embargo, sí que podía confesar a escondidas a los prisioneros. Cuando me dejaron en libertad, llegué a Minsk. Entonces me confesé por primera vez después de diez años.
—Swiatek: La gente siempre me hace esta pregunta. Para mí la respuesta es muy sencilla. Siempre he tenido una profunda fe en Dios. Y siempre he pensado toda mi vida depende de Dios. Si el señor tenía un plan para mí tras aquellos años, entonces me permitiría seguir viviendo. Y así ha sido. Dios ha pensado que yo tenía que trabajar por la Iglesia de Bielorrusia.
Recuperé la libertad en 1954, después de la muerte de Stalin. Lo primero que hice fue regresar a Minsk a la misma catedral en la que fui ordenado sacerdote. Comencé a trabajar con el párroco de la catedral. Y así continué hasta 1991. En 1991 fui consagrado arzobispo de Minsk-Mohilev y nombrado administrador apostólico de Pinsk. Se trata de dos grandes diócesis que van desde la frontera con Polonia hasta la frontera con Rusia.
—Swiatek: Para comprender mejor cómo es la vida espiritual de los católicos en Bielorrusia hay que saber cómo era antes. Desde 1917, comenzó una lucha sin tregua contra la Iglesia y contra Dios. El 90% de las iglesias han sido destruidas. Y la misma proporción de sacerdotes ha desaparecido. Los niños no podían ir a la catequesis. Si alguien quería bautizar a un niño era perseguido. Lo peor de todo es que este régimen duró durante décadas y décadas. De este modo, no sólo se perdía la fe, sino también todo el conocimiento de la fe cristiana. Se han formado generaciones analfabetas en religión. En consecuencia, el vacío espiritual es enorme. Desde 1989 ha comenzado la libertad para la religión. Comenzaron a devolvernos las iglesias que no habían sido destruidas. Los sacerdotes comenzaron a administrar libremente las parroquias. Dejaron de perseguir a la gente por las prácticas religiosas. Y a los niños y jóvenes se les permitió ir a la catequesis.
Los sacerdotes hoy son muy pocos. Los únicos sacerdotes que quedaban en tiempos de la «Perestroika» habían sido ordenados antes del 39. En todo el país hay sesenta sacerdotes bielorrusos. En 1989 llegaron varios sacerdotes de Polonia y de otros países para ayudarnos. El total de los sacerdotes de todo el país, incluyendo a los extranjeros es de 230. Sin embargo, en los últimos años ya no hemos recibido más ayuda de otros sacerdotes. Se han hecho algunos esfuerzos en para invitar a sacerdotes a que vengan, pero no existen voluntarios.
—Desde el punto de vista de la Constitución, la libertad está garantizada, así como la igualdad entre todas las confesiones. Siguiendo la constitución, el Gobierno ha tenido que restituir algunas iglesias. También tenemos derecho construir otras nuevas. Podemos enseñar la catequesis, pero sólo en las parroquias, no en las escuelas.
Sin embargo, en la práctica, el gobierno bielorruso privilegia a la iglesia ortodoxa. Prácticamente la considera como una especie de religión oficial. Algunos funcionarios han declarado que la confesión más adaptada para Bielorrusia es la ortodoxa, pues une al pueblo. Según ellos, la Iglesia católica divide la nación, es ajena al pueblo bielorruso.
Yo he reaccionado ante estas palabras, y me he quejado a las más altas autoridades pues la Constitución dice que todas las confesiones deben ser tratadas igualmente. Creo que mi intervención ha dado sus frutos, pues en un encuentro con las máximas autoridades junto al metropolita ortodoxo, todos fuimos tratados como jefes de las confesiones iguales. Tras esta declaración, es más fácil hablar con las autoridades subalternas. Aunque, repito, es fácil de constar que la Iglesia ortodoxa es privilegiada.
—Swiatek: Tuve la posibilidad de hablar en una ocasión con Sor Lucía en Portugal. Fui allí junto a 46 sacerdotes de Bielorrusia. Era la primera vez que se podía hacer algo así. Sor Lucía me dijo: «Os he esperado desde 19917. En aquel año tuve la aparición de que la fe regresaría a vuestra tierra. La llegada del cardenal y los sacerdotes es una señal de que aquella promesa ahora se ha realizado».
En aquella ocasión, allí en Fátima, consagré a María a nuestra Iglesia de Bielorrusia. Entre nuestra gente existe una profunda devoción por la virgen de Ostra Brama.
Fuente: www.zenit.org
9 de julio de 1997
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