Y también dirigí «Goles en Paz», un programa transmitido desde los estadios de fútbol de la capital, buscando la pacificación y rehabilitación de las «barras bravas» (grupos violentos de aficionados).
En este servicio las experiencias fueron muchas. Me ubicaba en la cabina de sonido para introducir el partido, daba las nóminas de los diferentes equipos y motivaba a la fiesta del fútbol; también convocaba a los comités de seguridad y realizaba acercamientos con la policía u organismos de seguridad. Algunas veces tuve que mediar situaciones muy delicadas de enfrentamiento con líderes de «barras» de los diferentes equipos. Ciertamente no es muy común que un sacerdote tenga la responsabilidad de manejar la cabina de un estadio de fútbol, y que sea reconocido como una autoridad en lo espiritual y en lo futbolístico, además de ser hincha de uno de los equipos de la ciudad capital.
En una ocasión un aficionado fue a confesarse a la cabina de sonido, antes de un gran clásico. Él estaba dispuesto a matar a un hincha contrario, y tuvo la valentía de venir a contarme lo que pretendía hacer. Me dijo que su mamá le había suplicado que hablara con el padre de «Goles en Paz», que buscara el diálogo y no se metiera en problemas. Finalmente tuvo la humildad y la sencillez de entregarme su revólver, calibre 38.
Me sentí el hombre más feliz, porque el evangelio de la vida estaba dando resultados en un espacio donde la violencia y la intolerancia hacían mella. Si bien hubo más experiencias bellas, también las hubo dolorosas, donde el corazón lloraba ante los enfrentamientos e incluso ante muertes y violencia.
En 1994 Bogotá tenía una tasa de 80 homicidios por cada 100.000 habitantes. En los años 1996 y 1997 sacamos adelante un trabajo que se titulaba «La vida es sagrada». Transmitíamos mensajes como: «Un arma no te hace más fuerte», «La mayor fortaleza es la vida», «Dejad que las armas descansen en paz», «Primero tu familia, no a las armas».
Logramos recoger más de 6.500 armas, fundirlas y hacer con ellas un monumento por la vida, ubicado en uno de los parques más emblemáticos de la ciudad capital. Además, con las miles de municiones recibidas hicimos unas manos que titulamos: «Manos para la vida, para el perdón, para el abrazo, para la oración».
Podría comentar muchísimas experiencias bellas en torno a este servicio, pero lo más grande ha sido el cambio de mentalidad en nuestra gente. El «no matarás» se debe proclamar, anunciar, testimoniar y enseñar, desde el vientre materno, sagrario donde la vida se fragua y se desarrolla.
Un buen día, un joven de 18 años se me acercó y me pidió ayuda para conseguir trabajo. Conversé con él por más de una hora y, habiendo comprendido su realidad de pandillero, me comprometí a ayudarle. Al cabo de dos meses logramos conseguirle un trabajo digno. Cuál fue mi sorpresa cuando, a los tres días de comenzar su nuevo trabajo, llega a mi parroquia, entra a la sacristía, me da un abrazo, me agradece la ayuda y me entrega, envuelta en una tela roja, una pistola 9 milímetros; y me dice: «Le hago entrega de lo que fue mi herramienta de trabajo hasta hace una semana. No quiero saber más de la muerte».
Una Señora, de casi 40 años, dolida por el asesinato de su esposo, después de haber escuchado mis mensajes sobre la sacralidad de la vida y sobre por qué no tener armas de fuego, me entregó una pistola calibre 22, que había comprado en el mercado negro. La dejé llorar, se desahogó un poco y me manifestó: «Padre, gracias por lo que hace; esta arma la compré para matar al asesino de mi esposo. Ya supe quién fue, y tengo odio, pero después de escuchar su invitación por la televisión no soy capaz; la vida le pertenece a Dios».
Estas fueron experiencias vividas con amor, arriesgando la vida por defender la vida misma y dejando una semilla de esperanza en el corazón de los hombres.
Mons. Alirio López Aguilera
Bogotá (Colombia)
100 historias en blanco y negro
Lo más reciente