Julien Leclercq, director de la redacción del portal digital Le Nouveau Cénacle, es una prueba más de la pujanza del catolicismo francés en los últimos años, y del surgimiento de figuras nuevas con capacidad de arrastre que asumen tanto su minoría en la sociedad francesa como su voluntad de dejar de serlo. Leclerq cuenta su conversión tardía en libro publicado en febrero, Catholique débutant, y explica a Le Figaro las circunstancias en las que se produjo y su visión de la Iglesia y de Francia:
-Efectivamente, me sentía orgulloso por no haber entrado nunca en una iglesia, incluso cuando me invitaban a una comunión o a una boda. Me quedaba en la puerta, esperando que todos salieran. Pero Jesús me esperaba y yo le oí. Así de simple. Se trata de una historia de amor imprevisible. Cuando pedí el bautismo a la edad de treinta años, mis familiares más cercanos estaban sorprendidos, es decir, desconcertados, pero comprendieron que mi conversión era el fruto de un largo camino espiritual, afectivo e intelectual. Ante Cristo he depuesto mis armas. Ante Cristo, todo me ha parecido claro.
-Porque yo era, ante todo, el producto de una época y, más aún, el producto de una generación. Aprendimos en la televisión y en la escuela que la religión era sinónimo de oscurantismo, de limitación de la mente, de fanatismo. A mi pesar, canalicé esto prejuicios y mi temperamento, fuertemente provocador, hizo el resto... Creía ser un rebelde al rechazar lo sagrado, cuando en realidad lo único que hacía era obedecer al conformismo dominante. Pensaba responder a una violencia con otra violencia, hasta la toma de conciencia. Comprendí, después, que se trataba de miedo al amor. Tenía miedo de amar a Cristo. Su amor es tan gratuito, tan grande, que no me sentía capaz de devolverle el amor.
-Creí en Dios antes de la prueba del duelo, pero el calvario que vivió mi abuela precipitó mi decisión de recibir el bautismo. Era la única persona practicante de mi familia. Una mujer sencilla, que había trabajado en el campo cuando era pequeña, que conoció el éxodo durante la guerra y la pérdida de su marido tras una terrible agonía cuando aún no tenía cincuenta años. Y, a pesar de todo esto, ella siempre creyó en Dios, aunque sus nietos se burlaran de ello. Ir a verla a la residencia durante dos años me abrió los ojos a la realidad viva de la fe cristiana: ella amó hasta el final. Hasta su último aliento. Tras su funeral, tomé la decisión: quería caminar a su lado y seguir los pasos de Cristo.
-Mis padres decidieron, efectivamente, no darnos una «educación católica». No obstante, mi hermano y yo hemos recibido un amor tan grande y tan hermoso que sólo puede tener su origen en Dios. En cierto modo, mis padres viven, sin saberlo, el amor evangélico. Cada día soy más consciente de ello. La rectitud, la honestidad, el valor de mi padre vienen de Dios. Le voy a confiar algo: su madre sufre de Alzheimer y está en la misma residencia en la que estaba mi abuela materna... La pesadilla vuelve a empezar. Pero mi padre no flaquea. No lo dice, pero yo sé que encuentra su fuerza en Dios. Voy más allá: de los ochos hijos de mi abuela, sólo mi padre y sus dos hermanas pequeñas pagan cada mes la factura de la residencia. Y son los únicos que van a verla a diario. Este amor valiente, sincero, fuerte, ¿dónde tiene su origen sino en Dios, pues el Espíritu sopla donde quiere? A pesar de que mi padre no me inscribió nunca a las catequesis, con su ejemplo es mucho más cristiano de lo que yo lo seré nunca.
-¡También reivindico nuestras raíces griegas y romanas! El gran Pierre Grimal distinguía dos herencias principales: el logos griego y el anima romana. La razón y el espíritu que proceden de Atenas y el alma que procede de Roma. La filosofía de Platón y los valores morales recomendados por Cicerón. El cristianismo supo fundir esta doble herencia en su concepto de la vida y de la muerte y, además, permitió a la sociedad sacar lo mejor de sí misma: la preocupación por el más débil, la igualdad entre la mujer y el hombre a través del sacramento del matrimonio, el cuidado de los ancianos. Las consecuencias de la descristianización son múltiples y, entre ellas, quiero resaltar sobre todo la falta de atención a los más pobres. El paro, la precaria situación de los jóvenes, la disminución de las pensiones son consecuencias importantes de la descristianización de nuestras sociedades. Ya no sabemos ocuparnos de nuestro prójimo y darle la dignidad que merece durante todas las etapas de su vida.
»En lo que respecta a la laicización, caminamos sobre ascuas ardientes. En cierto modo, Cristo fomenta la laicidad cuando nos invita a «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Pero la laicidad no conlleva la negación del hecho religioso que estamos viviendo actualmente en nuestras sociedades; ésta es la mayor dificultad de nuestro tiempo. La distinción de lo temporal y de lo espiritual es acertada, pero el uno no debe ignorar al otro. Lo sagrado y lo político deben permanecer en tensión. Debemos mantener dentro de nosotros la conciencia que hay algo más grande que nos supera, ya sea en política o a nivel espiritual, como el sacrificio del coronel Beltrame nos ha enseñado. Ha llegado nuestro turno de actuar en función de esto.
-Yo me convertí, ante todo, por amor a Cristo. No me convertí porque detestaba el islam, porque el odio es, por principio, ajeno a Jesús. Durante mi conversión no obedecí a ningún imperativo ideológico. Tengo reservas contra la «dimensión» identitaria del catolicismo visto que éste, etimológicamente, es «universal». El mensaje de Cristo se dirige a todas las naciones. No obstante, defiendo que las raíces de Francia son católicas, porque la Iglesia ha construido en parte a nuestro país, tanto histórica como geográficamente: cada pueblo ha crecido alrededor de su iglesia. Esta herencia cristiana nos obliga, no a poner nacimientos en los ayuntamientos para indicar al musulmán que va a renovar sus papeles que no es bienvenido, sino más bien a afirmar nuestro ser cristianos en el seno de una nación forjada por el cristianismo y dispuesta a acoger distintas formas de pensar y distintos credos. El matiz es sutil, pero los musulmanes radicales aprovechan este vacío espiritual para prevalecer. ¡La naturaleza siente angustia ante el vacío! Aprendamos de nuevo a definirnos a través de la grandeza de los Evangelios.
-Efectivamente, esto fue perturbador. Yo pensaba que era ateo y, a pesar de todo, me integraban en una cultura cristiana que yo rechazaba. Cristo siembra diversas semillas en nuestra vida y, en retrospectiva, este vincularme a mi cristiandad «cultural» fue, tal vez, un signo precursor. En muchos barrios de Francia sucede lo mismo con los niños judíos que, incluso sin creer, están en "arresto domiciliario" en razón de su «supuesta religión». Estoy de acuerdo en que, inconscientemente, esto puede influir en un itinerario porque implica la gran pregunta: ¿quién soy yo y, sobre todo, de que cultura soy heredero? Ahora doy gracias a los que me tachaban de «niño blanco católico», etiqueta que yo rehusaba. Esto me ha permitido agarrar mi cruz quince años después para crecer y alcanzar la plenitud con Jesús.
-Cuando una religión se detiene en sus prohibiciones y sus fieles se agrupan detrás de un estandarte hay, en efecto, un riesgo. Las fronteras entre el cerrarse y el sectarismo son porosas... Todos los creyentes merecen respeto y consideración, pero cuando un fiel se atrinchera detrás de las leyes para atacar a los otros, hay peligro en casa. Por desgracia, muchas suras del Corán justifican este atrincheramiento. Estudié en un colegio en el que la mayoría de los estudiantes eran musulmanes, y pude ver que el islam era el refugio privilegiado para esos jóvenes a los que Francia no les prometía nada, a nivel espiritual como político. Entonces, sí, en muchos barrios, el islam es el medio de afirmación identitaria para rechazar la cultura francesa y afirmar la propia diferencia.
-Esta pregunta me lleva a proseguir con mi respuesta anterior: como católico, no puedo condenar al prójimo y, menos aún, lanzarle un anatema. Si considero que un musulmán se atrinchera en una cultura que está en las antípodas de la mía, no puedo encerrarle en un paradigma. He leído el Corán dos veces y como afirmo en mi libro, hay pasajes que me han horrorizado. Pero, como dice a menudo el Papa Francisco, detrás de un católico, un musulmán, un budista o un ateo, intento ver ante todo al hombre. Creo, como Paul Ricoeur, en «el hombre capaz» de hacer el bien, lo que es una filosofía que no puede ser más cristiana. Cuando el Papa Francisco, tras el asesinato del padre Hamel, condenó tanto la violencia del islam como la violencia del catolicismo, me quedé desconcertado. ¿Por qué negarlo? Pero él hizo un llamamiento a la paz. Seamos más grandes que esos cobardes. Si condenamos a una parte del islam en razón de sus llamamientos a la violencia, no podemos lamentarnos que el Papa rechace toda lógica de represalias.
-Descubrí a Cristo al mismo tiempo que iniciaba mi primera historia de amor verdadera... ¿Está todo relacionado? No puedo juzgar las distintas historias, pero puedo afirmar que un cristiano ama de manera diferente. Claro que es posible amar sin ser cristiano; lo único que preciso es que un cristiano no ama ni más ni menos, sólo de manera diferente. Porque el amor cristiano se vive siempre y fundamentalmente en el amor de Cristo, que él sabe que vive, de manera imperfecta, de este amor infinito de Dios. No puedo evitar pensar que la religión cristiana se ha convertido en tabú en nuestras sociedades porque el amor -a menudo reducido a hedonismo- se ha convertido, también, en un secreto. Los hombres, por nostalgia de un patriarcado «viril» que ha sido abolido, ya no se atreven a decir «te amo». Las mujeres, a causa de un cierto feminismo reductor, tampoco saben decir estas palabras. Entonces, en consecuencia, como Jesús nos pide que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado... nosotros tenemos todas las dificultades del mundo para comprenderlo.
-Hay aproximadamente cinco mil adultos que se bautizan cada año en Francia. Por lo tanto, no tengo la pretensión de declarar que mi recorrido es especial. El cristianismo está muy vivo en mi generación, aunque es minoritario: de hecho, soy consciente que a mi alrededor la religión católica no es ni siquiera un tema sobre el que la gente se interroga. Mi generación, la de los años 80, ha incorporado lo que el filósofo Jean-François Lyotard llama «el final de los grandes relatos», a saber: el final de la esperanza socialista con la caída del muro de Berlín y, también, la descristianización.... Pero en lugar de ceder al pesimismo, me agarro a la esperanza. Dios provee siempre y no hay ninguna razón para que el cristianismo, tan vivo en África y en Asia, no se despierte en nuestra Europa dormida... con la condición que nos liberemos de nuestros becerros de oro que son el culto al dinero, la prisión megalómana de las redes sociales y el consumismo desenfrenado.
religionenlibertad.com 24 abril 2018
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