Una noche volví a casa después de una cuantiosa pérdida, seguida de una pelea furibunda. Por el camino no hacía más que dar vueltas y más vueltas al pensamiento contra el que me había ganado, tachándolo de falso, mala persona, y atribuyéndole todos los defectos imaginables. Al entrar en casa a las tres de la madrugada, encontré encima de la mesa un libro de los evangelios. De dormir no había ni que hablar, así que me puse a leer. El pasaje decía: «¿Por qué te fijas en la paja que tiene tu hermano en el ojo y no ves la viga que tienes tú en el tuyo?» Esas palabras fueron como el filo de un cuchillo que me traspasó el corazón. Me dije: « ¡Dios mío, esto se dirige a mí! » Tenía realmente la impresión de que todo lo que estaba leyendo se hubiese escrito poco antes para mí. Empecé a llorar y seguí leyendo toda la noche. Por la mañana me fui al trabajo; no había dormido, pero me encontraba bien, tenía por dentro una paz que nunca había conocido y unas ganas enormes de conocer a aquel Jesús que había hablado hacía dos mil años y cuyas palabras me hacían tanto bien en aquel momento. No cambió todo de un día para otro. Durante algún tiempo seguí saliendo por la noche con los amigos y jugando; pero al volver a casa, «tenía que» leer algunos párrafos del Evangelio. Leí, uno tras otro, a Mateo, Marcos y Lucas. Pero sobre todo me gustaba leer a Juan. No sé por qué, pero una noche, al leer que Jesús se apareció a los discípulos a la orilla del lago y les preparó pescado sobre unas brasas, tuve de pronto una enorme certeza y me dije por dentro: «Todo es verdad, ¡el Evangelio es todo él verdad! »
Ahora me resultaba espontáneo dar a cada persona que encontraba el nombre del personaje evangélico al que, según yo, se parecía: Simón, Juan, Pilatos... Yo era Zaqueo (también porque soy bajo de estatura como él). Y llegó el momento en que Jesús me dijo también a mí, como a Zaqueo: «Baja ahora mismo». Después de mi acostumbrada salida nocturna, volví a casa y sentí que ya no podía seguir más con la vida de antes, compaginar las palabras del Evangelio y los chistes. Me dije a mí mismo: «¡Basta, ya no juego más!» Y así fue.
Cuando al fin entré en la iglesia, no ya como fotógrafo sino como creyente, y me vieron de rodillas, las personas que me conocían creían estar viendo visiones y me miraban incrédulas. Algunos, al no verme ya en los lugares acostumbrados, venían a buscarme y a preguntarme qué me había pasado. Así tuve ocasión de hablar de Jesús y, como había comprado muchos evangelios pequeños, se los daba. También regalé el Evangelio, en la trastienda, a los representantes que venían a venderme gafas. He observado también una transformación en algunos de los amigos con los que antes jugábamos a las cartas.
Fuente: Raniero Cantalamessa, Querido Padre...
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