Pasados ya los días de debate, protesta y celebración, que de todo ha habido, merece la pena considerar el sentido de esa prohibición legal.
Washington ha confirmado una vez más el rechazo ético a la clonación reproductiva: desde que, a raíz del nacimiento de la oveja Dolly, la producción de niños-copia se planteó como algo posible, la clonación reproductiva humana ha recibido una condena categórica, casi unánime. La gente común hace ascos a la posibilidad de fabricar seres humanos que sean el calco biológico de otros. Sólo unos pocos esnobs están a favor de que nazcan niños que no sean hijos de un padre y una madre, de traer al mundo una criatura que sea a la vez hija y gemela genética de su madre, o de que haya individuos que nazcan muy mermados en su derecho a un futuro abierto. Sabemos además que entre los individuos clonados de otras especies se da una elevada tasa de mortalidad prenatal y que los pocos que nacen lo hacen malformados o enfermos y con una expectativa de vida acortada.
Verdaderamente, la clonación reproductiva no parece, ni ética ni biológicamente, muy tentadora. No ha sido difícil ponerse de acuerdo en condenarla.
Por contraste, la clonación llamada terapéutica presenta una apariencia atractiva y prometedora. Conlleva la destrucción de embriones humanos creados mediante transferencia nuclear, después de cultivarlos unos pocos días en el laboratorio hasta la fase de blastocisto, cuando se los diseca y se extrae de ellos la masa celular interna. Ésta, tras ser a su vez cultivada en pases sucesivos, da origen a las apreciadas células troncales, dotadas de la capacidad de diferenciarse, bajo el efecto de estímulos específicos, en una gran variedad de tipos.
Según la versión más divulgada, utópica y triunfalista, se confía en las células troncales de los embriones clonados para reparar los daños causados en
nuestros órganos por la edad o las enfermedades y ahorrarle a la humanidad una ingente masa de sufrimiento. Se sueña en que los derivados de esas células (neuronas de tipos diferentes, miocitos cardíacos, células epidérmicas, de los islotes pancreáticos, del cartílago articular, y tantas y tantas más) puedan servirnos para compensar el desgaste cerebral, repoblar el corazón desfalleciente, cubrir la piel quemada, restaurar hígados y riñones en insuficiencia avanzada, sanar la diabetes juvenil, poner nuevo cartílago a las articulaciones, y tratar tantas otras enfermedades. Y todo eso, sin provocar problemas de rechazo, pues la clonación asegura que las células trasplantadas sean perfectamente toleradas.
Pero, ¿es cierto eso de la ingente masa de sufrimiento que se pretende ahorrar a la humanidad? En concreto, ¿a qué gente beneficiarían las células troncales que pudieran obtenerse por clonación?
Lo característico, y a la vez lo limitante, de la clonación terapéutica es justamente su carácter clónico, la perfecta identidad genética entre clon y clonante. Eso significa que el clon, en cuanto tal, sólo serviría para el individuo singular del que procede y del que es copia. La clonación es solipsista, está cerrada a los otros. Se va a la clonación para garantizar una compatibilidad genética e inmunológica absoluta, pero eso la condena a ser irreductiblemente individualista, a ser una terapéutica muy limitada.
Un procedimiento tan complejo, improbable y caro sólo podrá aplicarse de uno en uno, confinado a una clientela muy selecta, formada por los pocos que tengan bastante dinero para pagársela, pues crear un banco de tejidos propios para hacer frente a las eventualidades de la vida es cosa sólo de los muy adinerados.
Además, la clonación terapéutica no es sólo compleja, elitista y cara: no parece estar libre de riesgos. No sabemos si las células troncales derivadas de embriones clónicos serán saludables o si, por el contrario, sufrirán los errores de reprogramación que hacen tan precaria la vida de tantos animales clonados.
Y, a pesar de esos inconvenientes legales, éticos, sociales y biológicos, algunas empresas de biotecnología están apostando muy fuerte por la clonación terapéutica, pues tienen por cierto que la primera de ellas que consiga dominar y patentar las técnicas ganará dinero a espuertas. Mientras llega ese día, la futura clientela es bombardeada con mensajes, más intuitivos que fundados en razones, que vienen a decir que, al fin, podemos soñar en el remedio de los remedios. En el núcleo de esos mensajes está la idea, pragmática y consecuencialista, de que el incalculable bien que se busca vale el sacrificio de un número, igualmente incalculable, de embriones humanos.
Pero la historia enseña que soñar en panaceas es a menudo soñar en cosas que pueden darnos muchos chascos. El primero ha sido la decisión del Congreso norteamericano contra la clonación terapéutica. Sin duda, la prohibición ha contrariado, por motivos vocacionales o económicos, a muchos científicos y a muchas empresas biotecnológicas, que no van a abandonar el campo a las primeras de cambio.
La que empieza a llamarse medicina regenerativa es considerada por algunos analistas como la nueva tierra de promisión para los capitanes de empresa. A éstos les gusta trabajar sin trabas para poder desarrollar plataformas en las que combinar las nuevas tecnologías: la clonación, las células troncales embrionarias, los tejidos inmunes al envejecimiento, y así tratar las enfermedades degenerativas que hacen tan desdichada la vejez. Siguen para ello el estilo empresarial más duro, con agendas febriles, pleitos por prioridad de patentes, “robo” mutuo de científicos, reclamaciones por tráfico de datos, o un sentido bastante laxo de los derechos de propiedad intelectual.
En un clima tan competitivo, la decisión del Congreso es un incidente con el que había que contar. Las empresas que habían elegido la clonación terapéutica como punto básico de sus programas de investigación y que ven cerrado ese camino, han tildado de astigmatismo moral a quienes, por remilgos éticos, afirman que la clonación es una agresión a la dignidad humana, y no reparan en que están retrasando quizá en decenios la curación del cáncer, del Parkinson, del Alzheimer, de la diabetes, del daño miocárdico, de la osteoporosis. Algunos han amenazado con irse al Reino Unido, un paraíso biotecnológico, donde un pragmático Ministro de Comercio, no de Sanidad, convenció a Comunes y Lores que votaran a favor de la clonación terapéutica.
Pero, por debajo de esta apariencia, hay una sutil operación que busca sacar partido de la aparente derrota. Las protestas de estos días son en realidad una campaña de opinión a favor de la derogación de las trabas para producir células troncales a partir de embriones humanos sobrantes. Son centenares de miles los embriones humanos que yacen abandonados en los bancos de las clínicas, olvidados de sus progenitores. Y el Congreso, lo mismo que la Casa Blanca, han sido inundados por una oleada de peticiones para que se levanten las trabas, normativas y financieras, que impiden la investigación destructiva sobre embriones sobrantes. Y, para conseguirlo, se moviliza a actrices y a antiguas Primeras Damas, a grupos de presión y a tránsfugas políticos, para predicar las excelencias de las células troncales embrionarias y minimizar el valor de las troncales adultas.
El problema está servido. Prohibida la clonación, queda por resolver qué se hará con los embriones sobrantes. La industria biotecnológica y los científicos que están con ella quieren que se les deje disponer de ellos como si fueran cosas: a cambio, nos darán células troncales. Quienes creemos que los embriones son seres humanos dignos de un sincero y profundo respeto, que valen lo mismo que valemos nosotros, no podemos resignarnos a que se les use como materia prima en procesos industriales. Nadie, hasta ahora, ha ofrecido soluciones intermedias que satisfagan a unos y otros. Más aún, tratar de llegar a un compromiso parece una ingenuidad: hay que admitir que hay problemas éticos que no admiten componendas.
Si es cierto que no hay mal que por bien no venga, esta crisis ética obliga a todos a plantearse en serio si es humano crear embriones y después desentenderse de su destino.
Gonzalo Herranz (Publicado en Época, 10-16.VIII.2001)
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