No es cierto que los ortodoxos o grecocatólicos casen a sus curas

Un repaso a la historia del celibato en Oriente y Occidente

Hay colectivos que insisten en pedir que la Iglesia Católica latina renuncie al celibato de los sacerdotes, poniendo como ejemplo a las Iglesias católicas orientales, las ortodoxas y las protestantes.

Pero para poner las cosas en su contexto y no compararlo todo sin razón, el jesuita Enrico Cattaneo, experto en dogmática y teología de las iglesias orientales (es profesor de teología dogmática y patrística en la Facultad de Teología de Nápoles y en el Pontificio Instituto Oriental de Roma) ha escrito un artículo titulado "Celibato de los sacerdotes: aclaremos las cosas", en La Bussola Quotidiana que publicamos en español por su interés.

Y entre las primeras que hay que aclarar es que ortodoxos y católicos no "casan curas" sino que "ordenan a hombres casados", y además no ordenan como obispos a hombres casados. Esta es la explicación.

Celibato de los sacerdotes, aclaremos las cosas,

De nuevo, la cuestión del celibato de los sacerdotes vuelve a ser objeto de crónica en los periódicos, y también en la entrevista al Papa Francisco en el avión de vuelta de Tierra Santa no ha faltado la pregunta sobre los “sacerdotes casados” dado que, como bien se sabe, los ortodoxos tienen sacerdotes casados, y los ministros protestantes y anglicanos, - identificables ‘grosso modo’ con los sacerdotes católicos – están casi todos ellos casados. ¡La pregunta del periodista parece además estar justificada por el hecho que en Alemania parece que los sacerdotes católicos lo único que esperan es poder casarse!

El Papa responde aclarando, ante todo, que en las Iglesias católicas de rito oriental ya «¡hay sacerdotes casados!». Y continua: «El celibato no es un dogma de fe, es una regla de vida que yo aprecio mucho y que creo es un don para la Iglesia. No siendo un dogma de fe, la puerta está siempre abierta».

¿Abierta a qué? El Papa no lo dice, y no podía hacerlo en una entrevista en el avión, que forzosamente debe ser breve. Pero para que sus palabras no sean malinterpretadas, intentaremos aclarar algunas cosas.

Primero de todo, el Papa habla de “celibato”; ser célibes, en el sentido común del término, significa no estar casados. Sin embargo, en el lenguaje cristiano, el concepto de “celibato” está estrechamente vinculado con el de “castidad” y el de “continencia sexual”. Uno puede ser célibe pero tener relaciones sexuales con mujeres, ser un vicioso, etc., etc.

Cuando se dice que un sacerdote debe ser célibe, significa que debe vivir en la castidad total, es decir, no sólo abstenerse de cualquier relación sexual, sino también tener un corazón puro, un corazón libre también afectivamente, porque está consagrado al Señor.

En otras palabras, un sacerdote incumple su compromiso de celibato no sólo cuando tiene relaciones sexuales con mujeres, sino también cuando permite a su corazón enamorarse de una mujer, cuanto tiene contacto físico con ella (abrazos, caricias) aunque no llegue a tener relaciones sexuales completas.

Un sacerdote que tiene una “novia”, aunque no se vaya a la cama con ella, no cumple su promesa de celibato.

A causa de este estrecho vínculo entre celibato y castidad, muchos ya no distinguen entre celibato (como estado civil) y castidad o continencia sexual (como virtud), de lo que derivan muchas confusiones.

Por tanto, el Papa ha hablado del “celibato” de los sacerdotes en sentido total, como estado civil y como virtud, y ha dicho que esta es una “regla”, añadiendo que esta regla no es «un dogma de fe». Intentemos entender mejor esto.

En la Iglesia católica de rito latino existe una “regla” o “ley del celibato”. Si se trata de una “regla”, hay que considerarla sobre todo desde el punto de vista canónico.

¿Qué significa esta regla? Lo dice por primera vez de manera explícita el Código de Derecho Canónico de 1917 (can. 987, § 2), donde se establece que las personas casadas «están imposibilitadas», es decir, no pueden acceder a la sagrada ordenación.

En otros términos, el estar casados, el estar en estado conyugal, actualmente en la Iglesia católica de rito latino constituye un “impedimento” canónico para recibir el sacramento del Orden. Este “impedimento” está también reflejado en el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983 (can. 277 § 1). Se trata de un impedimento “simple”, es decir, que la ordenación de un hombre casado resulta ilícita, pero no inválida.

Ahora bien, este “impedimento” no existe desde siempre en la Iglesia católica.

De hecho, en la Iglesia antigua los sagrados ministros eran elegidos tanto entre personas célibes como entre personas casadas. No tenemos estadísticas (o al menos yo no las conozco), pero es verdad que muchos sacerdotes y obispos estaban casados.

Por poner algún ejemplo, que se remonta incluso al periodo apostólico, San Pedro estaba casado, mientras que San Juan no sólo era célibe, sino que también era virgen; San Pablo, en cambio, era célibe.

Por citar otros nombres bastante conocidos, San Paulino, obispo de Nola, estaba casado, como también San Hilario, obispo de Poitiers y San Gregorio, obispo de Nissa. San Agustín tuvo una concubina y San Ambrosio era célibe (y, tal vez, también virgen).

Lo que hay que tener presente - y no todos lo hacen - es que quien era ordenado (diácono, presbítero u obispo), estuviera casado o fuera célibe, desde ese momento en adelante se comprometía a vivir en la perfecta continencia.

A esto lo llamo “la ley de la continencia”: no era una ley escrita, codificada, sino que emanaba de la naturaleza misma del ministerio apostólico, del cual los ministerios diaconal, presbiterial y episcopal son una prolongación.

Era evidente que la imposición de las manos para el ministerio confería una gracia del Espíritu Santo que hacía que la persona estuviera totalmente consagrada a Cristo, para el servicio del Evangelio, de los sacramentos y del pueblo santo.

Si el ordenado era célibe, a partir de entonces debía vivir este estado en verdadera castidad, resistendo a todas las tentaciones y seducciones de la carne, que sin duda tenía. Evidentemente, esto era posible sólo con una vida espiritual intensa, porque la castidad por sí sola no se aguanta de pie si no está acompañada por la oración, el espíritu de servicio, la humildad y la caridad.

¡Cuántos sacerdotes y obispos célibes de la Iglesia antigua han sido también arribistas, intrigantes, negociantes, amantes de la buena mesa, como testimonian los escritos de San Cipriano y San Juan Crisóstomo!

Si el ordenado estaba casado, se planteaba otra serie de problemas: ¿cómo vivir la continencia estando con la propia esposa? ¿Estaría ella de acuerdo en renunciar a las relaciones conyugales?

Evidentemente, las esposas de los ordenados tenían que vivir la misma espiritualidad que sus maridos, convertidos en sacerdotes u obispos.

De manera concreta, se utilizaban camas separadas y, donde era posible, también habitaciones separadas.

Por ejemplo, San Paulino y su mujer Terasia, en vista de la ordenación de él como presbítero, decidieron vivir en perfecta castidad, aunque vivían cerca el uno de la otra en el centro monástico que ellos habían fundado en Cimitile, en los alrededores de Nola, junto a la tumba de San Felix mártir.

Sin embargo, no todos eran santos. Sucedía que muchos sacerdotes seguían teniendo relaciones conyugales con sus esposas, ya sea por debilidad, ya sea por ignorancia de las normas de la Iglesia.

Generalmente, se confiaba en los buenos propósitos de las personas, pero si la esposa se quedaba embarazada estaba claro que la castidad no había sido respetada.

Por este motivo, a partir del siglo IV, los sínodos que se ocuparon de dicha cuestión prohibieron expresamente a los sagrados ministros casados que continuaran la convivencia con sus esposas.

Así, el sínodo de Elvira, en España, a principios del siglo IV estableció que «el obispo o cualquier otro clérigo tenga consigo sólo una hermana o una hija virgen consagrada a Dios» (can. 27). Si se habla de “hija” significa que estaba casado. Esta norma está afirmada de manera más clara en el can. 33: «Se establece, sin excepción, para obispos, presbíteros, diáconos […], esta prohibición: deben abstenerse de tener relaciones con sus mujeres y generar hijos. Quien haga esto será apartado para siempre del estado clerical».

Algunos han interpretado esta norma como si el sínodo de Elvira hubiera introducido una novedad “de un día a otro”, prohibiendo lo que antes, en cambio, estaba pacíficamente admitido. Pero dicha interpretación no se sostiene. Emitir una prohibición no significa prohibir algo que antes estaba permitido, sino frenar un abuso.

Un decreto aún más solemne es el del Concilio de Nicea del año 325 (I° ecumenico), que en el can. 3 establece: «Este gran concilio prohibe absolutamente a los obispos, presbíteros y diáconos [...] que tengan consigo una mujer, a no ser que se trate de la propia madre, una hermana, una tía o una persona que esté por encima de toda sospecha».

Hay otro hecho, mencionado precisamente en este canon, que hace pensar que ya desde los primeros siglos los miembros del clero eran en gran parte célibes, y es el problema de las convivencias.

Efectivamente, ¿quién cuidaba de los sacerdotes célibes que ya no tenían a su madre o no tenían una hermana?

Algunos pensaron tener en su casa a una virgen consagrada (las denominadas virgines subintroductae) para las tareas domésticas, pero esta solución no convencía porque alimentaba la sospecha entre la gente. Por eso, obispos como San Cipriano y San Juan Crisóstomo condenaron enérgicamente esta práctica.

En definitiva, desde el punto de vista de la Iglesia antigua, el problema no era si ordenar personas casadas o célibes, sino cómo vivir de manera auténtica la castidad sacerdotal.

La orientación que fue prevaleciendo fue la de aceptar personas célibes, esperando que estuvieran formadas en la virtud.

Los distintos concilios medievales que se expresaron sobre esta cuestión, hasta el concilio de Trento, constataron no sólo la dificultad de tener sacerdotes que fueran célibes, sino también que fueran capaces de dominar la propia sexualidad, por lo que a menudo vivían con concubinas o incluso intentaban casarse.

Así, el concilio Lateranense II (1139) declara que si un obispo, un sacerdote o un diácono se atreve a contraer matrimonio, dicho matrimonio es inválido.

Lo mismo repite el concilio de Trento en 1563 (ses. 24, can. 9).

A pesar de estas evidentes dificultades, la Iglesia latina ha mantenido siempre la “ley de la continencia” que, de hecho, se ha convertido en la “ley del celibato”.

El caso de Oriente

Las cosas han ido de manera muy distinta en la Iglesia griega, donde a partir del siglo VIII, con el concilio Quinisexto (o Trullano) se concedió mitigar la ley de la continencia, permitiendo a los sacerdotes y a los diáconos casados continuar sus relaciones conyugales y tener hijos.

Sin embargo, para los obispos se mantuvo la ley de la continencia o del celibato.

Resumiendo: la “ley del celibato”, como la hemos explicado al inicio, es decir, como norma que por derecho canónico “impide” a las personas casadas acceder al sacramento del Orden, es claramente una norma eclesiástica hecha por la Iglesia y no emanada de la Palabra de Dios, que en San Pablo prevé que sean elegidos como diáconos, presbíteros u obispos también personas casadas, siempre que lo hayan estado “sólo una vez” y hayan dado una buena prueba en la educación de los hijos (1 Timoteo 3, 2; 3, 12; Tito 5, 6).

La “ley de la continencia” es, en cambio, según mi parecer, de origen apostólico y tiene sus raíces en la propia figura de Jesús, el cual no se casó y pidió a sus apóstoles un seguimiento radical que implicaba abandonar la vida conyugal por el reino, de acuerdo con la esposa, que a partir de ese momento se convertía en una “hermana”.

En definitiva, el paso del estado conyugal al sacerdotal fue admitido en la Iglesia antigua, pero no se admite ahora en la Iglesia católica de rito latino.

En cambio, el paso del estado sacerdotal al conyugal no ha sido nunca admitido en la Iglesia, ni antigua, ni moderna, y tampoco en las Iglesias ortodoxas.

Aquí no hay “puertas abiertas”. La razón es que el estado sacerdotal es algo más respecto al estado conyugal. Ahora bien, se puede pasar del menos al más, pero no del más al menos.

Por lo tanto, decir que en la Iglesia antigua los sacerdotes se podían casar es una tontería; decir que los sacerdotes ortodoxos se pueden casar es otra tontería.

Pero decir también que la “ley del celibato” ha existido siempre en la Iglesia es una cosa no exacta. Retomemos entonces las palabras del Papa, esperando que ahora sean más claras: «El celibato no es un dogma de fe, es una regla de vida que yo aprecio mucho y que creo es un don para la Iglesia». Por tanto, el celibato sacerdotal, aún siendo una regla de la Iglesia, es sin embargo un “don” valioso que la Iglesia católica ha madurado en el tiempo y que conserva celosamente porque es el medio para tener alta la espiritualidad de sus ministros, en conformidad con las exigencias del Evangelio.

 religionenlibertad.com (14 junio 2014)


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