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Año Santo de la Misericordia
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La diferencia más notable entre las virtudes cristianas y las paganas está precisamente en la humildad.
En contraste con ese ideal, Cristo dijo a sus discípulos: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Era una invitación en sentido contrario, al olvido de sí, a no tener como objetivo personal ser conocido o sobresalir
Durante siglos, también cuando se extendió el cristianismo, en las escuelas se explicaban los grandes gestos de la Ilíada y de la Odisea, y servían como pautas de comportamiento.
Todo chico o chica bien educados aspiraban a alcanzar en su ciudad la gloria de convertirse en ejemplo para las generaciones posteriores. No era fácil convertir toda la vida en algo glorioso. Pero esperaban ser heroicos por lo menos en algunos momentos.
La humildad consiste en moderar y poner orden en el amor que tenemos por nosotros mismos y, especialmente, por nuestro triunfo personal.
El amor de Dios y el verdadero amor a los demás exigen entrega personal: es decir, no buscarse a sí mismo, sino exactamente lo contrario: dar algo de sí mismo
El amor a nosotros mismos es un amor natural y legitimo, pero también necesita orden y moderación, porque no se puede poner siempre por encima de otros amores.
No se puede querer bien al esposo, a la esposa, a los hijos o a los padres, si uno no renuncia a buscarse a sí mismo en todo lo que hace; si no está dispuesto a ceder algo de sí mismo y a perder algo de sí mismo: de su tiempo, de sus posibilidades, de sus gustos. Tampoco se puede tratar a Dios como merece.
Lo más importante es el amor, pero necesita humildad. Las dos cosas se ayudan. El orgullo, en cambio, se centra solo en lo bueno que es uno mismo
Así que el amor necesita humildad, mucha humildad. La soberbia o el amor propio es el principal enemigo de cualquier amor a los demás. Por eso, en la moral cristiana, que es una moral fundada en dos mandamientos del amor, amar a Dios sobre todas las cosas; y al prójimo como a uno mismo, la humildad ocupa un lugar tan importante.
El verdadero amor a Dios y a los demás ayuda a ser humildes; y la verdadera humildad hace muy fácil amar, porque permite apreciar y enamorarse de lo buenos que son Dios y los demás.
Uno puede tener aficiones, gustos, intereses, pero los quiere orientar al servicio de los demás
Humildad no es odiarse a sí mismo, ni despreciarse a sí mismo. Sino, sencillamente, olvidarse de sí mismo: vivir pendientes de lo que Dios quiere y de lo que los demás necesitan.
En el fondo, es bastante liberador, porque el excesivo amor a uno mismo crea una atmósfera asfixiante, nos mete en los estrechos márgenes del propio yo; no deja sitio para respirar grandeza, y nos llena de frustraciones, manías y recelos.
1. No te sientas ofendido
2. Libérate de la necesidad de ganar
3. Libérate de la necesidad de tener razón
4. Libérate de la necesidad de ser superior
5. Libérate de la necesidad de tener más
6. Libérate de la necesidad de identificarte con tus logros
7. Libérate de tu fama
Fuentes: J.L. Lorda, Virtudes; Wayner Dyer, El poder de la Intención.
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