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Sobre el servicio
Año Santo de la Misericordia
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Muchas persona sienten hoy en día un fuerte miedo al fracaso. Quizá la vida sólo se entiende como triunfo, en definitiva, como una exaltación del yo. Desde aquí, el vivir para servir a los demás se presenta como algo sin sentido, como una fuente de tristeza.
En realidad, el sentido de nuestra vida en la tierra es sólo ése: servir a los demás. Así imitamos a Jesucristo que dijo: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir”
Orientar toda nuestra vida hacia los demás es la clave de la vida moral: “Si alguno desea ser grande, sea siervo de todos”, dice el Señor. Servir es lo que más ennoblece a un hombre.
Y decidirse a servir exige ir prescindiendo del propio yo, de la comodidad, de la sensualidad, del egoísmo y emplear todos los talentos que se tienen en el servicio de los demás.
A la hora de plantear nuestra vida, de elegir nuestra profesión y nuestro trabajo y de repartir nuestro tiempo durante el día, el criterio fundamental que hemos de tener presente es el de servir.
«¿Quieres un secreto para ser feliz?: Date y sirve a los demás, sin esperar que te lo agradezcan» (San Josemaría)
Vivir así tiene una belleza difícil de exagerar, y llena la vida de alegría. En el fondo, el olvido del propio yo, de sus deseos, de sus miserias, quita al espíritu motivos de tristeza originados por el excesivo amor y preocupación por uno mismo.
No debemos sentirnos nunca por encima de nadie, ni con derecho a menospreciar a nadie
El primer paso es tener un talante abierto; procurar ver siempre con buenos ojos a todos. Hay que esforzarse por quitar de nuestra vida cualquier género de discriminación basado en consideraciones de raza, color, cultura, trabajo, posición social, etc.
Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás –si no sabes comprender, disculpar, perdonar–, eres un egoísta» (San Josemaría)
Esto exige ayuda de Dios y una fuerte determinación. La tendencia a creerse superior y a despreciar a los demás es una inclinación que está en la naturaleza de todos. A veces encuentra cierta justificación en: sus costumbres, su modo de vestir, su estado, su manera de hablar.
La experiencia demuestra que uno siempre se arrepiente de los excesos, de haber sido demasiado severo y de haber hablado mal de alguien: de haberlo maltratado de palabra o de obra.
Incluso hemos de evitar la tendencia tan humana a juzgar mal, prefiriendo siempre la disculpa.
“La caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha, no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (San Pablo)
Cuando se recibe una ofensa, el amor propio la agiganta si se piensa en ella una y otra vez
“Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de nuestro Padre que está en los cielos”. El amor de Dios lleva a superar, en ciertos casos, incluso lo que sería debido por justicia. La caridad supera la justicia.
A veces, no pedimos que se solucionen nuestros problemas –en ocasiones, son insolubles– pero necesitamos que nos comprendan; necesitamos saber que alguien más participa de lo que nos aflige
Conocemos lo que ayuda el sentirse queridos, que se nos preste atención, que se escuche lo que decimos. Sabemos también lo que entristecen los menosprecios, las desconfianzas, los juicios desconsiderados, la indiferencia... El conocer bien nuestro mundo interior, lo que nos entusiasma y lo que nos deprime, nos da la sabiduría que necesitamos para tratar a los demás.
Misericordia significa conmoverse ante el mal ajeno, y supone un mínimo de sensibilidad humana
Ponerse en la situación de los demás es la clave para vivir la misericordia. Sólo cuando somos capaces de ponernos en la situación de los demás, percibimos lo que supone padecer alguna miseria.
Nuestro corazón tiene que moverse ante el dolor, la tristeza, el desamparo y las muchas miserias humanas: La misericordia es la manifestación de que tenemos un corazón próximo al amor de Dios.
Sabemos que amamos de verdad a alguien, cuando somos capaces de sacrificarnos por él. Si el amor es de Dios, no sólo no hace infeliz a una persona, sino que le da la felicidad
La obligación de servir y de amar al prójimo es mayor en la medida en que está más cercano a nosotros. Primero están los que comparten su vida con la nuestra: nuestra familia. El sacrificio de uno mismo es el combustible que hay que quemar para que un hogar tenga calor.
Acercarse al dolor, a la enfermedad, a la miseria, a la soledad es siempre una buena experiencia. Es un gran antídoto contra el egoísmo y la frivolidad.
En todas las culturas existen normas de conducta y de cortesía, que son fruto de la experiencia de siglos y que son el modo de expresar nuestro respeto y consideración hacia los demás.
Servimos a los demás también cuando somos afables, pedimos las cosas con educación y agradecemos las pequeñas atenciones que tienen con nosotros. Este talante hace la vida más agradable a todos los que pasan a nuestro lado.
Fuente: J.L. Lorda, Para ser cristiano
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