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Nos toca
ser luz
en la
oscuridad

Sobre la evangelización

Año Santo de la Misericordia

Colección +breve
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Sabemos bien que la vida con Cristo se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos.

Los textos aquí recogidos están tomados de la Exhortación Apostólica La alegría del Evangelio, del Papa Francisco (2013).

La necesidad de Dios

Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial.

A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno

La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Debemos redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza.

El misionero está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios. El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción.

Más allá de nuestra comprensión

Más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, más allá de los límites de nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama

No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no está convencido de que no es lo mismo:

  • haber conocido a Jesús que no conocerlo
  • caminar con Él que caminar a tientas
  • poder escucharlo que ignorar su Palabra
  • poder contemplarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo
  • no es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón.

Es Dios quien hace crecer

En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» y que «es Dios quien hace crecer». Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero.

Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin un horizonte de sentido y de vida

Nunca podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido y felizmente valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión.

Toda actitud evangelizadora debe buscar la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el testimonio. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites.

La luz en la oscuridad

Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. La mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia».

El hombre no puede vivir sin esperanza: su vida se volvería insoportable. Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y está lleno de poder

Aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor generosidad.

Algunas personas piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta.

La alegría de dar

La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados.

Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. La misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida

Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir». Uno no vive mejor si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.

Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios.

Cada día en el mundo renace la belleza. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo.

El valor de los resultados

El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero sin pretender ver los resultados. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria. Démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca

Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor. A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida.

Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo. No hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento.


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