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Año Santo de la Misericordia
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¿Disfrutas cuando asistes a la Santa Misa? No es imprescindible que puedas responder «sí» a esta pregunta. Puedes ser un buen católico y, sin embargo, asistir a ella te suponga un sacrificio. Al fin y al cabo, la principal finalidad de la Misa no es que lo pasemos bien, sino dar gloria a Dios.
Si comprendiéramos bien lo que es la Santa Misa y cuál es nuestro papel en ella, dejaría de ser algo molesto o aburrido y sentiríamos una gran satisfacción al participar en la misma
Si asistes fielmente a Misa sólo por cumplir un deber, estás haciendo algo agradable a Dios, aunque sientas alivio cuando termina.
Sí, tenemos que convencernos de que dependemos absolutamente del Dios que nos creó y nos sigue manteniendo en la existencia. La naturaleza misma de nuestras relaciones con Él lo exige
Para comprender el significado de la Santa Misa, es preciso ser consciente de la importancia que tienen nuestras relaciones con Dios. El es nuestro Creador. Somos suyos en cuerpo y alma. Respiramos gracias a Él. Valemos tan sólo lo que Él ha puesto en nosotros. Todo lo que somos lo hemos recibido de Él.
Dios tiene derecho a esperar de nosotros una mayor gratitud. Pero, sobre todo, tiene derecho a que le manifestemos nuestro amor, a que correspondamos al amor que ha derramado sobre nosotros sin medida.
Los actos siempre son más expresivos y valiosos que las meras palabras. El hombre ha ofrecido cosas a Dios para corresponder a sus beneficios. Estas ofrendas tenían un nombre: Sacrificio. Algo hecho sagrado al ser puesto aparte —separado— y ofrecido a Dios
Cumplimos con esta obligación, parcialmente, siempre que rezamos. Sin embargo, desde los tiempos más remotos, los hombres han sido conscientes de que se necesita algo más que palabras para cumplir con ese deber de justicia.
Pero, luego, Jesús vino al mundo. Siendo Hombre, como era, podía hablar en nombre de los hombres. En su Humanidad, estaban representados y en cierta manera contenidos todos los hombres. Nadie más apto que Él para devolver a Dios todo lo que le debíamos.
Jesucristo podía hacer esta ofrenda en nombre de todos los hombres de todos los tiempos. Y la hizo: en la Cruz. Jesús se ofreció todo Él, en la totalidad de su ser, mediante un acto supremo de obediencia y amor: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya».
La Misa transmite el Sacrificio de Cristo en el Calvario, a través del espacio y el tiempo. En la Misa, cada uno de nosotros puede participar libremente en la ofrenda que Jesús hizo en la cruz por todos nosotros. Y si, además, añadimos a ella nuestra adoración y nuestro amor a Dios, tanto mejor
Su sacrificio sólo es eficaz si nosotros —cada uno de nosotros— queremos que Él nos represente. Es preciso que nosotros aceptemos con un «Amén» su sacrificio. Por eso, la víspera de su muerte, en la Última Cena, instituyó el Santo Sacrificio de la Misa.
Se trata, sin duda, de una descripción pobre e insuficiente de lo que sucede en la Misa. Es más una imagen que una explicación, pero tal vez nos ayude a asistir al Santo Sacrificio del altar de otra manera.
Sería lamentable que, al entrar en la iglesia, pensáramos que sólo estamos allí para ver u oír al sacerdote. Sería una pena que adoptáramos una actitud meramente pasiva.
Tenemos que decirle a Jesús, presente en la Cruz: «Aquí estoy, Señor, para ofrecerme contigo al Padre»
Hay un momento en la Misa en que nuestra participación queda expresada muy bellamente. Antes del Padre Nuestro, el sacerdote toma el Cáliz y la patena con la Sagrada Forma en sus manos, los eleva y dice: «Por Él, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos...».
Y los fieles, a una, responden: «¡Amén!». Antiguamente, se llamaba a esta exclamación «El Gran Amén» de la Misa, porque en él se expresa maravillosamente el espíritu y el talante con el que debemos asistir al Santo Sacrificio. No dejes de expresar vocalmente tu unión total y tu participación personal en tan grandiosa ofrenda.
Entramos en la iglesia con plena conciencia de que Dios, nuestro Creador, nuestro Padre, espera que le rindamos homenaje. Empieza la Misa y nos colocamos junto a Jesucristo, que se prepara, a través del sacerdote, para renovar el gran sacrificio, su ofrenda total en el Calvario.
Al participar en la Misa con oraciones y cánticos, se expresa adecuadamente que la Misa es la ofrenda de toda la familia de Cristo, de todo el pueblo de Dios. Sin embargo, esto no es lo esencial.
Lo esencial es que participemos personalmente. Ya sea que recemos en común o individualmente, tenemos que ser conscientes, a lo largo de toda la Misa, de que es Dios Padre quien nos espera y Dios Hijo el que actúa
Nuestra actitud debe ser ésta: «Sí, Jesús, sí... Habla por mí. Me uno a ti, me entrego a ti por entero. Toma lo poco que soy, lo poco que valgo, lo poco bueno que he hecho, y únelo a tu ofrenda divina...».
Si asistimos con conciencia clara de que es importantísimo que nos unamos a Jesús en lo que Él mismo obra, nunca será para nosotros aburrida o pesada.
Si hay un tiempo en nuestras vidas en el que debemos estar despiertos, alertas y tensos, ese tiempo es el de la Misa.
Si nuestra actitud cambia, ya no nos bastará con asistir a Misa los domingos y fiestas de guardar, porque se convertirá en el centro de nuestra vida espiritual
Si hasta ahora lo aceptábamos como una obligación, casi como una penitencia, era, sin duda, porque olvidábamos lo importante que es que participemos en ella.
Fuente: Leo J. Trese, Dios necesita de ti
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